AUTO DE TERMINACION

Artículo de Eduardo San Martin, director de 'La Verdad' de Murcia, diario del Grupo Correo, en "El Correo" del 14-1-98


En los minutos siguientes al asesinato de otro concejal -el cuarto- del Partido Popular en el País Vasco, un conocido comunicador radiofónico se declaraba apesadumbrado y escandalizado por la degradación moral que suponía que el cuestionamiento de la violencia por parte de ciertos sectores vascos atienda no a su radical perversidad, sino sólo a razones de oportunidad política. El rechazo que los últimos actos de violencia habrían provocado dentro de una parte del mundo radical -y del nacionalismo moderado, añadimos nosotros- no estaría determinado por una repulsa de principio a la utilización de medios violentos para la obtención de un fin político, lo que constituye la negación del núcleo mismo de la democracia, sino por la escasa oportunidad del empleo de tales medios en un momento en el que, con la complicidad de sindicatos de orientación
nacionalista, algunos movimientos pacifistas, parte del episcopado y un sector de la dirección del PNV, se trataba de abrir una denominada tercera vía para solucionar lo que ellos, en un eufemismo que ofende a cualquier lectura desapasionada y racional de la historia, llaman el conflicto.

Es difícil no compartir la pesadumbre y escándalo manifestados por el periodista mencionado. Pero sí la ingenua perplejidad con la que comunicaba ambos sentimientos a su audiencia. Por desgracia, en la historia universal, la utilización de la violencia con fines políticos no es la excepción, sino más bien lo contrario. La tolerancia y el respeto al oponente en el combate político, las reglas de una convivencia democrática, han sido ahogadas durante siglos, desde su nacimiento en la Grecia clásica, en mares de sangre. La historia del siglo XX, la centuria en la que la humanidad ha alcanzado los más avanzados grados de civilización y progreso, es el recuento de algunas de las manifestaciones de barbarie más espantosas e inhumanas nunca conocidas. Y tampoco es excepción la escasa proclividad al escándalo de quienes contemplan la violencia, a veces muy cercana, como un fenómeno distante siempre que no afecte directamente a sus vidas. Ni la indignación de quienes ven en la utilización de medios violentos exclusivamente un estorbo para sus planes políticos.

En lo que se refiere al País Vasco, nos encontramos ante un fenómeno nada reciente. No se remonta a los últimos treinta años -los que median entre el primer atentado de ETA y su último asesinato-, sino que hunde sus raíces en la primera mitad del siglo pasado, cuando las primeras partidas legitimistas se echaron al monte para defender la sucesión al trono de Carlos María Isidro de Borbón. La defensa de los Fueros -de las leyes viejas- sirvió entonces como coartada para una sublevación en los medios rurales vascos contra el rumbo liberal y constitucional emprendido desde la nueva corte madrileña. Hay que decirlo con una cierta tristeza, pero parece como si, en lo que concierne a la violencia política en el País Vasco, el reloj se hubiera detenido hace 150 años. Los actores visten nuevos ropajes y el escenario dispone de nuevas bambalinas y otros tramoyistas, pero el libreto es el mismo desde hace siglo y medio.

En su valiente ensayo El bucle melancólico, Jon Juaristi -ex-militante de ETA y, desde hace unos años, martillo del victimismo nacionalista vasco- acude a las biografías de algunos de los prohombres del fuerismo vasco, transmutado en nacionalismo a partir de los últimos años del siglo pasado, para hacernos el relato de la grandiosa mistificación histórica en aras a la cual el País Vasco ha sido arrastrado ya a tres guerras civiles -las guerras carlistas no fueron otra cosa para el autor- y podría encontrarse en el umbral de una cuarta: para los más pesimistas, el denominado terrorismo de baja intensidad practicado por los aprendices de ETA constituye una provocación permanente al conflicto civil a la que, de continuar las cosas así durante un cierto tiempo, no será fácil sustraerse.

De la lectura de trabajos como el de Jon Juaristi, y de otros autores que, dentro del País Vasco, se resisten a la pretensión del nacionalismo de monopolizar la interpretación de la historia de Euskal Herria, se saca una conclusión poco alentadora. Y es que la espoleta de la violencia en el País Vasco sólo podrá ser desactivada eficazmente cuando se desmonte el fabuloso embaucamiento -el de la sublimación de unos pretendidos derechos históricos derivados de los primitivos Fueros- en el que se sustenta el recurso a la lucha armada, otro eufemismo que nos trata de imponer el argot de los violentos. Y esa tarea es impensable mientras el nacionalismo no violento, que ha construido su identidad precisamente a partir de esos elementos pseudohistóricos, siga teniendo aproximadamente la mitad de los votos en el País Vasco y ejerza allí una parte decisiva del poder político y, lo que es más importante, del poder cultural y educativo.

Por ello, quienes se escandalizan de la perversión que la violencia está introduciendo en el discurso político de algunos sectores del País Vasco, pero defienden a capa y a espada la indiscutible adscripción democrática del nacionalismo moderado, deberían preguntarse, al mismo tiempo, si no existe una cierta relación causal entre la exaltación intransigente de una historia mítica que justificaría el hecho diferencial, cimiento en el que sustenta el edificio nacionalista, y la mitificación de la violencia como única posibilidad de convertir en realidad esa leyenda. Una violencia que tendría por objeto el ejercicio de un fantasmal derecho a la autodeterminación y a la recuperación de una pretendida soberanía que la historia real nunca les ha reconocido.

El sociólogo y polígrafo alemán Hans Magnus Enzesberger, hoy más conocido por su popular libro El diablo de los números, se ha ocupado también del nacionalismo. En una cita que evocaba no hace mucho Fernando Savater, el autor alemán afirmaba: «A los nacionalismos de nuestros días sólo les mueve la fuerza destructiva de las diferencias étnicas. El tan invocado derecho a la autodeterminación se reduce a determinar quiénes han de sobrevivir en determinado territorio y quiénes no». ETA y aquéllos que la apoyan y la sostienen -ante la pasividad de quienes, voluntaria o involuntariamente, les proporcionan la munición retórica en que encontrar una legitimación- llevan ya unos cuanto años ejerciendo esa elocuente expresión del derecho de autodeterminación.

* Tomo prestado el título del excelente libro del mismo nombre obra de Jon Juaristi, Patxo Unzueta y Juan Aranzadi.