NACIONALISMO Y AMBIGUEDAD ETICA

 

Artículo de RAIMUNDO ORTEGA en "La Vanguardia" del 18-1-99

L a manifestación de Bilbao que exigía el acercamiento de los presos de ETA a las cárceles del País Vasco es un ejemplo más de la capacidad de los nacionalistas para imponer por la fuerza una falsedad palmaria --a saber, que existe en las leyes ese derecho-- y, a la par, un exponente del blindaje ante el dolor ajeno y el encallecimiento de su sensibilidad ética con que amplios sectores de la sociedad vasca han sido capaces de dotarse, manifestados en la necesidad de silenciar por completo el derecho de unas familias más numerosas que las de los presos a recibir una petición de perdón y una reparación material justa por parte de la sociedad vasca.

Maestros de una dialéctica tan equívoca, no sorprende que el presidente del PNV, señor Arzalluz, manifestase en 1990 y en el curso de unas conversaciones con HB que su partido tenía un plan para alcanzar la soberanía de Euskadi, estilo Lituania --es decir, por simple decisión de su Parlamenteo--, entre 1998 y el 2002. Más recientemente, el portavoz de ese partido en el Parlamento, el señor Egibar, afirmó que entre los años 2003 y 2004 el País Vasco podrá no sólo demostrar que cumple los requisitos de Maastricht y los criterios de convergencia, sino que tiene la mayoría de edad política para acreditar su entrada en la Unión Europea. Ambas afirmaciones merecen un detenido comentario.

El retraso en las fechas para alcanzar la soberanía prometida --de 1998 hemos pasado al 2004-- es significativo de cómo, fundadas las aspiraciones nacionalistas en la invención de unas tradiciones inexistentes, la consecución de la plena identidad nacional debe situarse siempre en un horizonte temporal lo suficientemente lejano para permitir la introducción de cualquier excusa justificatoria de la demora en alcanzarlas y, al tiempo, tan cercano como sea necesario para mantener la tensión adecuada al sostenimiento de las promesas que encierra. Ese delicado equilibrio entre mito y realidad explica, por ejemplo, que se oculte que los criterios de Maastricht o los de convergencia son válidos únicamente para los Estados miembros de la UE pero no para los que aspiran a serlo; de tal forma que un País Vasco hipotéticamente soberano tendría que ponerse a la cola con Eslovaquia y Rumania y esperar su turno fuese cual fuese la relación entre su déficit público y su PIB. Igualmente, es poco probable que sea únicamente el Parlamento de Vitoria el que decida a propósito de la autodeterminación de aquellos territorios, a menos que la parte de los vascos que apoyan tal pretensión sea capaz de convencer al 62 % de los españoles para que cambien de opinión respecto a que esa decisión concierne a la totalidad de los ciudadanos, o su Ertzaintza imponga por la fuerza la autodeterminación y se declare la guerra a Francia.

Pero aún más importante es analizar si existe esa "mayoría de edad política" precisa para entrar en Europa. Y nada mejor que contrastar tal pretensión con lo que constituye la base de toda sociedad democrática: a saber, la capacidad de su organización estatal para asegurar la libertad de sus ciudadanos sin acepción de credos u opiniones políticas. Si convenimos que la libertad es el derecho básico que cualquier sistema democrático debe satisfacer y que aquélla puede manifestarse en múltiples formas, se nos plantea la duda de en qué medida un valor de la libertad puede tender a excluir a otro u otros diferentes. Los derechos humanos son, con toda claridad, el reflejo de la máxima extensión de la libertad y, en cuanto a tal, son exigibles por todos los seres humanos con indiferencia de tal o cual mayoría democráticamente constituida. Otros derechos, sin embargo, no gozan de esa prioridad y por tanto pueden ser regulados con arreglo a la voluntad de la mayoría. Ahora bien, la libertad se basa en otro concepto --a veces contradictorio con ella-- que es la seguridad, entendida como probabilidad de disfrutar permanentemente de aquélla.

Por lo tanto, la violencia física sería la máxima negación de la libertad, pues supone la máxima inseguridad a que un ser humano puede verse expuesto.

Es evidente, por tanto, que una sociedad democrática no puede aspirar a ser considerada como tal si no cumple con el objetivo básico de asegurar a todos sus ciudadanos el derecho básico de la inviolabilidad frente a cualquier tipo de violencia física --la muerte, el atentado físico, la privación de libertad, las amenazas a su intimidad o la exigencia de exacciones económicas ilegales--. Y en tanto el aparato político que esa sociedad se ha dado no resulte capaz de eliminar esas coacciones y restaurar la plena seguridad en la que se basa el ejercicio de libertad, difícilmente podrá pedir a otros estos pretendidos derechos cuando él niega en su territorio otros más fundamentales.

En un principio, cuando hablamos de una materia tan delicada como el estudio de valores éticos, resulta conveniente sentar criterios --que pueden desde luego ser rechazados libremente por una persona o grupos de personas-- para elegir entre dichos valores. Pues bien, el primero y más claro de esos criterios es el que podríamos calificar como de consistencia lógica y que puede enunciarse diciendo que la mayoría de las personas mínimamente razonables no desean contradecirse a sí mismas. Pero es palmario que existen situaciones en que son posibles ambivalencias en las preferencias axiológicas de los individuos --y aún más de los grupos sociales--, merced a las cuales desean simultáneamente valores contradictorios. Ello es tanto más frecuente en ocasiones en que amplios sectores de la opinión pública, debidamente manipulados, reclaman para sí derechos que niegan a otros individuos o grupos.

Esta es, ni más ni menos, la actual situación en el País Vasco, y el presidente del Gobierno está obligado a ir más allá de advertencias rituales, pasando a establecer líneas de demarcación clara al PNV, de tal forma que éste sepa que, una vez traspasada, no hay retorno. Por una vez, y sin que sirva de precedente, los socialistas tienen razón: no se puede --ni se debe-- intentar defender la Constitución y las libertades de los militantes del PP en el País Vasco y al tiempo negociar en Madrid mayorías circunstanciales con quienes la atacan o justifican la privación de aquéllas.