LOS TALIBÁN: EXPORTADORES DEL EXTREMISMO

 

Artículo de AHMED RASHID en "El País" del 23 de septiembre de 2001

Antiguo corresponsal en Asia central de 'The Daily Telegraph' y de 'Far Eastern Economic Review' y colaborador de la BBC y la CNN, ha venido informando de Afganistán desde 1979. Este texto es parte de un artículo que publicó en la revista especializada trimestral 'Foreign Affairs' en 1999. Rashid, una de las mayores autoridades mundiales sobre Afganistán, es autor del libro 'Los talibán', editado por Península.

Es posible que 'talibanización', la exportación desestabilizadora del islamismo radical afgano, sea un término nuevo en el vocabulario político. Pero en el sur y el centro de Asia, donde las repercusiones del estricto dominio que mantienen los talibán en Afganistán se han hecho sentir enormemente, la palabra es ya demasiado familiar. A medida que la fragmentación política, el derrumbe económico, la guerra étnica y sectaria y el fundamentalismo islámico van atenazando a Pakistán y a la mayoría de los demás países de la zona, la peligrosa conducta de los nuevos dirigentes afganos ha dejado de ser un asunto local.

Cada vez más, el caos de Afganistán se filtra por los poros de sus fronteras. La guerra civil permanente ha polarizado la región: Pakistán y Arabia Saudí respaldan al régimen talibán, mientras que Irán, Rusia, India y cuatro ex repúblicas soviéticas de Asia central apoyan a la oposición, la Alianza del Norte. El enfrentamiento está produciendo enormes trastornos económicos en toda la zona, ya que los caudillos afganos tienen una dependencia del contrabando y el tráfico de drogas que se está haciendo insaciable.

En el vacío político dejado por 20 años de guerra y la caída del Gobierno estable se ha instalado una nueva generación de fundamentalistas violentos, alimentados e inspirados por el peculiar modelo islámico de los talibán. Miles de radicales extranjeros que luchan junto a ellos en Afganistán están decididos a derrocar sus propios regímenes algún día y llevar a cabo revoluciones islámicas como la de los talibán en sus países de origen. Por ejemplo, entre las filas de los militantes chechenos que capturaron zonas de Dagestán en el mes de julio , había árabes, afganos y paquistaníes, la mayoría de los cuales habían combatido en Afganistán. Lo mismo ocurre con los 800 pistoleros uzbekos y tajik que se hicieron con zonas del sur de Kirguizistán en agosto. La descomposición del Estado afgano ofrece a activistas procedentes de Pakistán, Irán, las repúblicas de Asia central y la provincia china de Xinjiang, que es predominantemente musulmana, unas condiciones tentadoras: refugio y ayuda económica gracias al contrabando.

Justicia para Bin Laden


Mientras tanto, la única reacción de Washington, hasta el momento, ha sido su terca obsesión de llevar ante la justicia al terrorista de origen saudí Osama Bin Laden; no precisamente una política con la dimensión necesaria para abordar una parte del mundo cada vez más inestable.

El hecho de que las naciones occidentales den por supuesto que pueden explotar sin problemas las vastas reservas de gas y petróleo de Asia central sin ayudar a lograr la paz en Afganistán es completamente absurdo. En esta región se está jugando un nuevo gran juego. Pero lo que está sobre la mesa ya no son cuestiones de mera influencia política ni de quién construye oleoductos y gaseoductos no se sabe dónde. Estos aspectos carecerán de importancia si Occidente no averigua cómo detener la creciente conflagración en Afganistán, y lo hace deprisa.

Para Afganistán, estar en el centro del diálogo y el conflicto entre civilizaciones al mismo tiempo no es nada nuevo. La situación del país, en la encrucijada entre Irán, Asia central, el mar de Arabia e India, concede gran importancia estratégica a sus pasos de montaña desde hace siglos. En ciertas épocas, Afganistán ha servido de amortiguador entre imperios e ideologías rivales; en otras, ha hecho de pasillo por el que avanzaban los ejércitos. Los repetidos esfuerzos para colonizar el país, los más recientes a cargo de británicos y soviéticos, han fracasado, y, en el proceso, los afganos han adquirido un feroz sentido de independencia y orgullo.

Estados Unidos, patrocinador de la rebelión afgana contra los invasores soviéticos, se fue después de que la Unión Soviética retirara a sus últimos soldados en 1989. Los afganos, que habían sido primera línea de la guerra fría, se encontraron solos y con un país destrozado. Habían muerto un millón de personas durante los diez años de ocupación. Sin embargo, sólo tres años después, cuando Kabul cayó en manos de los muyahidin que habían combatido contra los soviéticos, una sangrienta guerra civil volvió a apoderarse del país, fomentada por los países vecinos que intentaban labrarse áreas de influencia. Esa guerra civil ha enfrentado a los pashtunes del sur y el este contra las minorías étnicas del norte: tajik, uzbekos, hazaras y turkmenos.

Los talibán, predominantemente pashtunes, aparecieron a finales de 1994 como un movimiento mesiánico, compuesto por talibán (literalmente, estudiantes) de las madrassas islámicas (los seminarios) que vivían refugiados en Pakistán. Se comprometieron a llevar la paz en Afganistán, establecer la ley y el orden, desarmar a la población e imponer la sharia (la ley islámica). Contaron con la bienvenida de una población pashtún harta de la guerra, y al principio lograron grandes triunfos y se hicieron inmensamente populares. Hasta la toma de Kabul, en 1996, no habían manifestado ningún deseo de gobernar el país. Pero desde entonces, ayudados por sus patrocinadores paquistaníes y saudíes e inspirados por mentores ideológicos, como Bin Laden, los talibán se han propuesto conquistar el país entero y mucho más. En 1998, los talibán se hicieron con gran parte del norte de Afganistán y acorralaron a la Alianza del Norte (formada por minorías de no pashtunes) en una diminuta franja de territorio en el noreste. Esta victoria polarizó todavía más a la región, puesto que Irán amenazó con invadir y acusó a Pakistán de apoyar a los talibán.

A los extranjeros les es difícil comprender la naturaleza de los talibán -quiénes son y qué representan- debido al secretismo desmesurado que rodea a sus dirigentes y a su estructura política. Los talibán no hacen declaraciones políticas ni celebran ruedas de prensa periódicas. No existe un manifiesto talibán. Como la fotografía y la televisión están prohibidas, los afganos ni siquiera conocen el aspecto de sus líderes. El dirigente religioso talibán, el jeque tuerto Mohamed Omar, no se reúne nunca con no musulmanes, por lo que sigue siendo un misterio. Históricamente, Afganistán ha sido un país musulmán muy conservador, en el que la sharia, interpretada con arreglo a las tradiciones tribales afganas, era la ley predominante durante siglos. Pero, al mismo tiempo, el islam que se practicaba en el país era enormemente tolerante para con otras sectas musulmanas, otras religiones y otros modos de vida. Hasta 1992, hindúes, sijs y judíos ocupaban puestos importantes en la economía de bazar de Afganistán, y el sectarismo no era ningún problema.

Fin de la toleranciaPor el contrario, desde 1992, la sangrienta guerra civil ha destruido esa tolerancia y ha enfrentado a sectas y grupos étnicos, unos contra otros, hasta un punto antes inimaginable. El islam, que antes era un factor de unificación, se ha convertido en un arma letal en manos de extremistas y una fuerza de división y fragmentación. El 90% de los afganos son musulmanes suníes, aunque los shiíes predominan entre los hazaras y algunos clanes tajik asentados en el centro del país. El islam tradicional de Afganistán propugnaba un mínimo gobierno y la menor interferencia posible del Estado. Otro factor fundamental de la tolerancia afgana era la enorme popularidad del sufismo, una rama mística y nada dogmática del islamismo.

Antes de la llegada de los talibán, ninguna de las sectas extremistas del islamismo ortodoxo -como los conservadores wahhabís de Arabia Saudí- había encontrado jamás acogida en Afganistán. Pero los talibán surgieron en un momento crucial, mientras el país se desgarraba a manos de los caudillos, la hegemonía pashtún se disipaba y en el movimiento islámico crecía un vacío ideológico. Los talibán comenzaron como reformistas y seguidores de una trillada tradición de la historia musulmana basada en el conocido concepto de yihad, la guerra santa contra los infieles. Ahora bien, la yihad no aprueba matar a otros musulmanes por motivos étnicos o de secta. Y, sin embargo, los talibán la han empleado para eso. Los no pashtunes están horrorizados ante esta circunstancia y acusan a los talibán de emplearla como excusa para exterminarlos.

Deobandismo


La anómala interpretación del islam que hacen los talibán procede de una interpretación radical y retorcida del deobandismo, que predicaban los mullahs (clérigos) paquistaníes en los campos de refugiados afganos. El deobandismo, una rama del islamismo suní, nació en la India británica como un movimiento reformista cuyo objetivo era regenerar la sociedad musulmana mientras luchaba por sobrevivir en los límites de un Estado colonizado. Los deobandíes pretendían armonizar los textos islámicos clásicos con las realidades contemporáneas, un objetivo que los talibán han olvidado.

Desde el principio se instauraron en Afganistán varias madrassas deobandíes, pero no alcanzaron gran popularidad. En cambio, en Pakistán tuvieron más éxito. Los deobandíes paquistaníes crearon un partido político, Jamiat-ul-Ulema-Islam (JUI), de actitud fuertemente antiamericana. Durante la guerra contra los soviéticos, los escasos grupos deobandíes de Afganistán que existían por aquel entonces fueron ignorados. Por el contrario, al otro lado de la frontera, el JUI aprovechó la guerra para crear cientos de madrassas en la franja pashtún de Pakistán y ofrecer a los refugiados afganos y a los jóvenes paquistaníes educación, alimentos, vivienda y formación militar, todo ello gratuito. Pero estas madrassas deobandíes las dirigían mullahs que apenas sabían leer y escribir y que no se habían educado en la tradición original del deobandismo. Los fondos y las becas de los saudíes les fueron acercando al wahhabismo, un movimiento ultraconservador.

Aun así, el JUI permaneció aislado políticamente hasta las elecciones de 1993 en Pakistán, cuando se alió con la primera ministra vencedora, Benazir Bhutto, y pasó a formar parte de su coalición de gobierno. Por primera vez, el JUI tuvo acceso a los pasillos del poder y estableció estrechos vínculos con el ejército, el organismo coordinador de servicios de información (ISI) y el Ministerio del Interior. En 1996, los talibán entregaron el control de sus campos de entrenamiento en Afganistán a facciones del JUI, con lo que éste vio reforzada su imagen ante la nueva generación de militantes árabes y paquistaníes que allí estudiaban.

El JUI y sus numerosas escisiones se han convertido en el principal ámbito de reclutamiento de estudiantes paquistaníes y extranjeros para luchar junto a los talibán. Entre 1994 y 1999, se calcula que se formaron y lucharon en Afganistán de 80.000 a 100.000 paquistaníes. Ahora, esos militantes forjados en el campo de batalla amenazan gravemente la propia estabilidad de Pakistán, y el apoyo de los talibán que reciben de la red paquistaní del deobandismo, independiente de los suministros militares que obtiene del Gobierno, garantiza una penetración todavía mayor de los talibán en la sociedad paquistaní.

La cooperación entre los talibán y el JUI, financiada por los wahhabis saudíes y apoyada por el ISI paquistaní, se ha convertido en una empresa en continuo crecimiento que busca nuevos mercados en Asia central y más allá. Es posible que los talibán hayan degradado las tradiciones deobandíes, pero, al hacerlo, han fomentado un nuevo modelo radical para la revolución islámica. A diferencia de sus predecesores, los talibán conocen mal la historia islámica y afgana, la sharia y el Corán. Su contacto con el debate islámico radical que se desarrolla en todo el mundo es mínimo; en realidad, son tan rígidos en sus convicciones que no admiten ninguna discusión.

La ideología purista de los talibán y los reclutas paquistaníes a los que ha formado han tenido inmensas repercusiones al otro lado de la frontera, en Pakistán. Una nación como ésta, ya frágil, en medio de una crisis de identidad, el derrumbe económico y la división étnica y sectaria, y que sufre a manos de una clase dirigente voraz e incapaz de proporcionar un buen gobierno, podría verse sumergida en una nueva oleada islámica, un movimiento dirigido no por partidos islámicos estables y más maduros, sino por grupos neotalibán.

En 1998, varios partidos de ese tipo habían adquirido ya gran influencia en las provincias paquistaníes de Baluchistán y la frontera noroccidental. En esas regiones habían empezado a prohibir la televisión y los vídeos, imponer castigos de la sharia, como la lapidación y la amputación, asesinar a shiíes paquistaníes y obligar a las mujeres a adoptar el estricto código de vestimenta talibán. Ahora, su influencia empieza a extenderse fuera de la franja pashtún, Punjab y Sind. De los 6.000 a 8.000 militantes paquistaníes que se unieron a los talibán para su ofensiva de julio de 1999 contra la Alianza del Norte, la mayoría eran, por primera vez, no pashtunes, sino punjabíes. Vemos, pues, que el apoyo del Gobierno paquistaní a los talibán se está volviendo contra él, pese a que los dirigentes sigan ignorando el peligro y continúen con su respaldo.

Las contradicciones en la política afgana de Pakistán se han agudizado aún más por el apoyo que han dado a los talibán dos grupos extremistas escindidos del JUI, Sipah-Sahaba Pakistán y Lashkar-e-Jhangvi. Ambos grupos han matado a cientos de shiíes paquistaníes y se supone que han intentado asesinar en dos ocasiones al [derrocado] primer ministro, Muhammad Nawaz Sharif. Cuando éste respondió con una ofensiva contra ellos en Punjab, sus dirigentes se refugiaron en Kabul y se acogieron a la protección de los talibán, los mismos talibán a los que seguía respaldando Islamabad.

Pakistán cree que un Afganistán controlado por los talibán será aliado suyo y dará a su ejército la profundidad estratégica que necesita en su conflicto permanente con India. En concreto, Islamabad considera necesario apoyar a los talibán debido a su disputa con India por el territorio de Cachemira. Los talibán, los grupos deobandíes de Pakistán y la red terrorista de Bin Laden ayudan enormemente a los rebeldes cachemiros que se resisten contra el dominio de la parte india de la región en manos del Gobierno de Nueva Delhi. Por tanto, Islamabad no puede retirarles su apoyo sin que haya repercusiones para la causa cachemira que defiende.

Sin embargo, la creciente islamización de la lucha en Cachemira ha quitado valor tanto a la exigencia de autodeterminación de sus habitantes respecto al Gobierno indio como al intento paquistaní de obtener una mediación internacional en el conflicto. El movimiento por la independencia de Cachemira pierde simpatías en el mundo a medida que cada vez son más los árabes y paquistaníes que se unen a la lucha y la convierten en una yihad talibán. Cuanto más se prolongue la situación, menos posibilidades habrá de solucionar algún día la disputa territorial por medios pacíficos. Poco a poco, el peligro es cada vez mayor, para Pakistán, Cachemira y la propia India. Con sus fronteras permeables, sus débiles aparatos de seguridad y sus economías desgarradas por la crisis, las cinco ex repúblicas soviéticas de Asia central -Kazajstán, Kirguizistán, Tajikistán, Turkmenistán y Uzbekistán- tienen motivos para temer la agitación que emana de Afganistán. Entre las amenazas se incluyen la circulación de drogas y armamento y una posible afluencia de refugiados si la Alianza del Norte acaba derrotada.

Sin embargo, los dirigentes de Asia central, que no han cambiado desde la era soviética, son cada vez más autoritarios. Las elecciones amañadas y las restricciones a los partidos políticos han perjudicado a las alternativas democráticas y han dejado a los movimientos islámicos clandestinos como única oposición política. La pobreza y el paro generalizados ofrecen un fértil caldo de cultivo para jóvenes militantes.

Durante la reciente guerra civil afgana, los nuevos Estados independientes de Asia central apoyaron a sus etnias correspondientes en el norte de Afganistán, dado que constituían un parapeto contra la difusión del fundamentalismo pashtún. Ahora, ese parapeto ha quedado prácticamente eliminado. Los talibán dominan el territorio afgano fronterizo con Uzbekistán, Turkmenistán y Tajikistán. A pesar de ello, aparte de Turkmenistán, que se ha declarado neutral en el conflicto afgano, estos países siguen apoyando a la debilitada Alianza. [Las fuerzas de] Ahmad Shah Masud, el [asesinado] jefe militar de la coalición, de etnia tajik, dispone(n) de una gran base de avituallamiento en el sur de Tajikistán, en la que recibe(n) armas de Rusia e Irán.

Mientras tanto, a principios de este año, Tahir Yuldashev, líder del Movimiento Islámico de Uzbekistán (MIU), huyó a Afganistán. Se cree que Yuldashev es uno de los cerebros del intento de asesinato del presidente uzbeko, Islam A. Karimov, en el mes de febrero, cuando estallaron en Tashkent seis bombas que mataron a 16 personas e hirieron a 128. En mayo, los talibán permitieron a Yuldashev que estableciera un campo militar de entrenamiento en el norte de Afganistán, a sólo unos kilómetros de la frontera. Numerosas fuentes de la región dicen que allí entrena a varios centenares de militantes islámicos procedentes de Uzbekistán, Tajikistán y Kirguizistán, además de uigures de la provincia de Xinjiang, en China. Las autoridades talibán niegan que estén ayudando al MIU. No obstante, en junio rechazaron una solicitud de extradición de Yuldashev a su país. Y a finales de agosto, otro dirigente del MIU, Juma Namangani, entró en el sur de Kirguizistán con unos 800 militantes, se apoderó de aldeas y rehenes y amenazó con invadir Uzbekistán. Para los habitantes de Asia central, la guerra afgana empieza verdaderamente a extenderse a su territorio.

Aunque el MIU no sigue el deobandismo, sí tiene la influencia del wahhabismo y ha intentado imponer la ley de los talibán en sus áreas de influencia. Si bien los uzbekos, históricamente, han desconfiado siempre de los pashtunes, los talibán ofrecen al MIU refugio contra la represión de Karimov, armas y los medios para financiarse mediante el tráfico de drogas.

Irán también está amenazado por los talibán. El régimen shií de Teherán se opone desde hace mucho al fundamentalismo pashtún porque cuenta con el apoyo de uno de sus rivales en la región, Pakistán, y porque está dominado por los suníes. Además, los talibán se oponen a los shiíes de forma violenta y virulenta. Durante la guerra de Afganistán contra los soviéticos, los iraníes apoyaron a los hazaras shiíes. Ahora han extendido su ayuda militar a todos los grupos no pashtunes de la Alianza del Norte. La situación alcanzó su punto crítico a finales de 1998, cuando los talibán ejecutaron a 11 diplomáticos iraníes en Mazar-i-Sharif. Irán amenazó con invadir Afganistán, y la guerra se evitó por muy poco.

Disidentes iraníes


En la actualidad, los talibán dan acogida a varios disidentes iraníes. Han proporcionado refugio al pequeño Ahl-e-Sunnah Wal Jamaat, formado por iraníes suníes que se oponen al régimen de Teherán. Y los dirigentes del principal grupo de oposición iraní, Mujahideen-e-Khalq, que residen en Irak, visitan con frecuencia Kandahar y han pedido a los talibán que les faciliten una base de operaciones.

China también se ha visto afectada por el ascenso de los talibán. Pekín se mantuvo apartado de la guerra civil en Afganistán hasta febrero de 1999, época en la que inició contactos con los talibán para intentar detener el tráfico de heroína afgana que inundaba Xinjiang. La heroína ayudaba a financiar a la oposición islámica y nacionalista contra Pekín entre los uigures y otros grupos étnicos musulmanes. Hay militantes uigures que se han formado y han luchado con los muyahidin afganos desde 1986, y las autoridades chinas afirman que las armas y los explosivos empleados por los rebeldes contra las fuerzas de seguridad chinas proceden de Afganistán. Los talibán han asegurado a China que no acogen a ningún uigur fugitivo, pero se sabe que algunos activistas están relacionados con Yuldashev y con Bin Laden, e incluso puede que con los propios talibán. Las razones que mueven a los talibán para emprender estas aventuras regionales son una mezcla de ingenuidad, frustración e ideología. Por un lado, ellos insisten en que la tradición tribal afgana les obliga a acoger a huéspedes como los rebeldes uigures o Bin Laden. Pero, además, los talibán están furiosos con Irán y Uzbekistán porque dan su apoyo militar a la Alianza del Norte. Y Kabul está muy frustrado por el rechazo de la comunidad internacional y el mundo musulmán, que se ha negado a reconocer su Gobierno. Con su acogida a los disidentes, Afganistán logra su venganza.

'Nuestro prestigio se extiende por toda la región porque hemos puesto verdaderamente en práctica el islam, y eso hace que los americanos y algunos vecinos se pongan muy nerviosos', asegura el [ex] ministro de Información afgano, Amir Khan Muttaqi. Tales palabras se quedan cortas. Mientras militantes de todo el mundo corren en busca de refugio, Kabul no hace más que aumentar su apoyo a la corriente de talibanización que confía en desencadenar por toda la región y más allá.

Con el respaldo activo de la CIA y el ISI paquistaní, que quería convertir la yihad afgana en una guerra mundial en la que participaran todos los Estados musulmanes contra la Unión Soviética, entre 1982 y 1992 se unieron a la lucha de Afganistán alrededor de 35.000 radicales musulmanes de 30 países islámicos. Decenas de miles más fueron a estudiar en las madrassas paquistaníes. Al final, la yihad afgana ejerció su influencia directa sobre más de 100.000 radicales musulmanes extranjeros.

Los campos de Pakistán y Afganistán en los que se entrenaban se transformaron prácticamente en universidades para promover el radicalismo panislámico en Argelia, Egipto, Yemen, Sudán, Jordania, Filipinas y Bangladesh. Los norteamericanos no advirtieron el peligro hasta 1993, cuando unos militantes árabes entrenados en Afganistán colocaron en el World Trade Center, en Nueva York, bombas que mataron a seis personas e hirieron a más de mil. Los terroristas creían que, igual que Afganistán había derrotado a una superpotencia -la Unión Soviética-, ellos iban a derrotar a la segunda.

La inteligencia vigila


Uno de los principales encargados de reclutar a militantes árabes para la yihad afgana fue Bin Laden. Dado que era el saudí más rico y de rango más elevado de los que participaban en la contienda, los servicios de información saudíes y el ISI le vigilaban de cerca. Bin Laden se fue de Afganistán en 1990, pero volvió en mayo de 1996. Pronto se volvió contra sus antiguos protectores y publicó su primera declaración de yihad contra la familia real saudí y los norteamericanos, a los que acusaba de ocupar su país.

Bin Laden se hizo amigo de Omar, el jefe talibán, y se trasladó a su base en Kandahar a principios de 1997. Bin Laden reunió y rearmó a los militantes árabes que permanecían en Afganistán tras la guerra contra los soviéticos y creo la Brigada 055. Hasta entonces, los talibán no habían tenido contacto con árabes afganos ni con la ideología panislámica. Pero Omar se dejó influir rápidamente por su nuevo amigo y se hizo cada vez más virulento en sus ataques contra los estadounidenses, Naciones Unidas, los saudíes y otros regímenes musulmanes prooccidentales. Las últimas declaraciones de los talibán reflejan el estilo de Bin Laden, con una indignación, un desafío y un panislamismo que no usaban jamás antes de que llegase.

Después de las bombas de agosto de 1998 contra las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania, Estados Unidos acusó a Bin Laden de financiar campamentos terroristas en Somalia, Sudán, Yemen, Egipto y Afganistán. Pocos días después lanzó una serie de misiles de crucero contra los campos de Bin Laden en el este de Afganistán; mató casi a 20 militantes, pero no causó ningún daño en su red. Washington exigió la extradición de Bin Laden; los talibán se negaron.

La triste fama de Bin Laden ha creado graves problemas para Pakistán y Arabia Saudí, dos aliados fundamentales de Estados Unidos en la región, que han reconocido al Gobierno de los talibán. Pakistán se resiste a ayudar a Estados Unidos a capturar a Bin Laden; el terrorista saudí proporciona valiosa ayuda a los cachemiros y el JUI protestaría si viera que Islamabad se plegaba a los deseos de Washington. Ya en julio, el JUI lanzó amenazas de muerte contra todos los americanos que estuvieran en Pakistán, en caso de que Bin Laden fuera extraditado a Estados Unidos.

El dilema saudí es aún peor. Arabia Saudí ha ayudado a financiar a los talibán y ha proporcionado ayuda militar fundamental para sus ofensivas. Pero todo eso se acabó después de las bombas en las embajadas estadounidenses en África. Los saudíes suspendieron las relaciones diplomáticas con los talibán y, a simple vista, interrumpieron todo tipo de ayuda, si bien no retiraron el reconocimiento diplomático y las donaciones privadas siguieron circulando. Como a Pakistán, a Arabia Saudí le gustaría dejar a Bin Laden en Afganistán. Su detención y juicio en Estados Unidos podría ser humillante, porque revelaría su prolongada relación con simpatizantes pertenecientes a las clases dirigentes y los servicios de información de ambos países