UN LARGO CAMINO

Editorial de "EL PAIS" del 18-9-98

LOS PARTIDOS nacionalistas vascos han arrancado a ETA una tregua indefinida a cambio de la cobertura política que da a su brazo político la Declaración de Estella (o de Lizarra). Durante años se consideró que una declaración de ese tipo era la condición para reanudar la búsqueda de una salida dialogada. Las cosas no han rodado como muchos habían previsto, pero la tregua ya está aquí. No es desde luego la paz, que en el mejor de los escenarios exigirá un proceso largo y con toda seguridad muy difícil. Pero la cautela no puede llevarse al extremo de negar que nos encontramos ante una situación inédita: un alto el fuego de ETA sin un plazo tasado. Desaparece así del primer plano el obstáculo principal para iniciar un debate político que incluya también al electorado que se siente representado por HB. Sería una torpeza hacer como que no pasa nada. La situación ha cambiado y se abren oportunidades que antes no existían.

No por lo que dice el comunicado de ETA. Se trata de una pieza de autohomenaje, grandilocuente, sectaria, inconsistente desde cualquier lógica democrática. Viene a sostener que la historia ha dado la razón a sus planteamientos y que hoy todos los que aceptaron la vía autonómica reconocen su error, y que la cosa comenzó a enderezarse hace seis años; es decir, cuando la actual dirección de ETA sustituyó a la detenida en Bidart. El escrito plantea como objetivo lo que es su programa máximo: la independencia, con incorporación de Navarra y el País Vasco francés incluido. En Navarra, el voto nacionalista no supera habitualmente el 20% y es del 5,5% en la Vasconia francesa. ETA propone "hacer frente a quienes son enemigos de ese proyecto", y más concretamente, su "persecución social".

Pero el escrito incluye el compromiso de suspender los atentados, y eso es lo principal en este momento. La experiencia indica que una cierta dosis de ambigüedad es consustancial a los procesos de paz. En Irlanda, por ejemplo, la autodeterminación, que siempre fue una consigna de los unionistas, fue aceptada por los republicanos mediante el expediente de considerar que el sujeto de la misma era el conjunto de la isla, y no sólo el Ulster. En su escrito, ETA sostiene que la tregua ha sido posible porque su lucha incesante ha curado a los autonomistas de su "ceguera". El PNV invierte el análisis para sostener, al menos con la misma legitimidad, que este desenlace ha sido posible por su apertura contra viento y marea al mundo de HB, y el ministro Mayor Oreja reivindica con razón el efecto que ha tenido la firmeza en la aplicación de la ley.

Lo que parece evidente es que desde la situación existente hace un año, tras la movilización que siguió al asesinato de Miguel Ángel Blanco, el nacionalismo, que entonces se vio desbordado, ha intentado reconstruir su unidad sobre la base de acercarse paulatinamente al mundo radical. Visto en perspectiva, el plan de paz de Ardanza puede considerarse un programa común del PNV y EA sobre la base, sustancialmente, de los planteamientos del segundo: cuestionamiento del estatuto, reclamación de la autodeterminación, negociación con ETA. A su vez, la Declaración de Estella es un intento de integrar a HB sobre la base de los elementos esenciales del programa de esa formación -es decir, prescindiendo del marco institucional vigente-, a cambio de una tregua de ETA.

La situación actual es, pues, que el conjunto del nacionalismo se acerca al planteamiento clásico de ETA según el cual, tras 20 años de vigencia de la Constitución y casi tantos del estatuto, es posible (y deseable) modificar el marco político. Se trata de una pretensión tan defendible por ellos como discutible por otras fuerzas políticas. De entrada, porque no existe una demanda social significativa en ese sentido, según demuestran todas las encuestas. Pero sobre todo porque la solución autonómica es la única de las imaginables capaz de recoger el pluralismo de la sociedad vasca. Pluralismo en cuanto a la identificación nacional prioritaria, la lengua materna, la opción política... Si se reiniciara la discusión sin interferencias de la violencia y con voluntad de respetar ese pluralismo, el resultado no sería muy diferente de lo que ya hay: una amplia autonomía compatible con la adscripción a la comunidad española. En todo caso es una cuestión que tendrá que ser discutida por todos los partidos políticos, con el peso que les otorguen las urnas y sin primas por la amenaza del terrorismo.

Es legítimo que los nacionalistas aspiren a modificar el marco político siempre que se respeten las normas democráticas. Tan legítimo como oponerse a esa pretensión en nombre, precisamente, del pluralismo. Los nacionalistas se han reagrupado en torno a la Declaración de Estella, pero partidos representativos de al menos el 40% de la población vasca -o del 60% si se incluye a Navarra, como pretende ETA- rechazan un planteamiento que prescinde de los límites establecidos por la Constitución y el estatuto. Se enfrentan, pues, dos discursos, el soberanista y el constitucional, y a la vez dos modelos de pacificación. Que cada cual defienda sus puntos de vista y los someta a la consideración del electorado. El 25 de octubre, sin ir más lejos. Tal vez habría sido mejor evitar ese debate, que seguramente no se habría suscitado si el nacionalismo no lo hubiera ligado a la cuestión de la pacificación, pero ya no tiene remedio.

La duda sobre el efecto pacificador de cualquier concesión en ese terreno está avalada por la experiencia. Por una parte, ETA nunca se ha comprometido a autodisolverse. Una tregua, sí, pero dando por supuesto que su intervención seguiría siendo necesaria hasta la victoria final (es decir, hasta conquistar el poder). Si ETA quiere acabar, dejar paso a un partido legal, lo de menos será la concesión política que le sirva para justificar su renuncia a las armas. Mientras que si no quiere desaparecer, ninguna concesión le parecerá suficiente e incluso es posible que cuanto más se ceda más se estimule su convicción de continuar la lucha armada. Lo fundamental será, por tanto, hacer lo necesario para que ETA se convenza de que le conviene más dejarlo.

Ya hubo hace 20 años un cambio político de gran calado -la aprobación de un estatuto con hacienda y policía propias- y eso enervó aún más el terrorismo. ¿Debe confiarse sin más en que tal vez ahora la tregua favorezca la reconversión política del mundo de ETA-HB? No hay argumentos definitivos. Se sabe que en el rechazo de la vía política a comienzos de la transición hubo factores casuales: su principal dirigente, Argala, había sido partidario de la misma a mediados de los setenta, pero fue asesinado por mercenarios en 1978. Ahora hay indicios de que el brazo político de ETA está dispuesto a participar. Siempre será más fácil hacerle aceptar las reglas del juego si ha participado en su diseño que si ha sido ajeno a él. Se añade a eso que la tregua es por primera vez indefinida y aparentemente sin condiciones, aunque las declaraciones del portavoz de HB, Arnaldo Otegi, podrían indicar que sí las hay.

La cuestión es, por supuesto, de credibilidad, pero también de precio. Aznar alertó ayer sobre el riesgo de que la esperanza pueda convertirse de nuevo en frustración porque ETA plantee un precio inasumible, en referencia a que la mayoría tenga que renunciar al marco institucional en que se reconoce. También Almunia condicionó la entrada en cualquier iniciativa de diálogo a la existencia de garantías de que no se utilizará el deseo de paz para "torcer la voluntad de la mayoría".

Después de tantos años de pesadilla terrorista es la hora de los políticos y resulta imprescindible que los dos grandes partidos sean capaces de superar su propia guerra. La situación exige algo más que la cautela proclamada y que la genérica disposición de Aznar a "contemplar nuevas posibilidades" si la tregua se consolida. Los partidos constitucionales no deben renunciar a su propio punto de vista en el debate planteado por los nacionalistas. Porque no sólo cuentan con apoyo ciudadano para ello, sino con argumentos poderosos.