LO QUE QUEDA DE ETA

Artículo de Javier Otaola en "El Correo" del 2-1-98

ETA tuvo su momento heroico en torno al juicio de Burgos, cuando aquel régimen cuartelero, levantado sobre una guerra civil y un millón de muertos, nos aplastaba con su caduco proyecto imperial y su nacional- catolicismo de Santiago Matamoros. Aquellos tiempos de la fuga de Segovia y de la lucha por la recuperación de la memoria colectiva, truncada en 1939.

Paradójicamente, ETA firmó su liquidación, a plazo, cuando acabó con el almirante Carrero Blanco.La eliminación del delfín de Franco facilitó las cosas para la rápida democratización de España, que recuperó, así, su mejor rostro: su propia tradición liberal y democrática de la que Azaña fue su último exponente. Desde entonces, la sociedad española ha experimentado para bien, a pesar de algún que otro Jeremías, una evolución vertiginosa no sólo en lo político, que no es sino la espuma de lo social, como decía Ortega, sino que ha calado en los senos profundos de nuestra vida: los hábitos sociales, los valores morales, las expectativas de felicidad personal, la cultura, la sexualidad y nuestras preferencias emocionales y simbólicas.

A pesar de ese cambio, ETA -lo que queda- parece anclada en los tiempos de Melitón Manzanas. Podíamos decir que padece el síndrome Melitón, y sigue practicando un discurso senderista, demente en sus palabras y sangriento en sus hechos, como lo ha demostrado con el cruel asesinato de Miguel Angel Blanco y los que han venido después. Esa crueldad homicida es incompatible con la sensibilidad moral y política de las coordenadas de tiempo y lugar en que vivimos, y la fanática ideología abertzal-socialista de HB choca de frente con la capacidad crítica de una sociedad vasca desengañada, como toda la sociedad europea, de las grandes proclamas revolucionarias y de las vanguardias salvadoras. Euskadi y los vascos estamos, cada vez más, instalados mayoritariamente en una cultura de la vida, individualista y centrada en la búsqueda de una felicidad personal, razonable, tolerante, de vivir y dejar vivir, que se corresponde mal con ese espíritu militante, tipo Abimael Guzmán, que algunos predican. Nuestras grandes preocupaciones debieran orientarse a cómo contrarrestar y sacar incluso ventaja del declive industrial de Bilbao, catalogado como Glasgow o Lieja: Zona Industrial en Declive; o a desplegar las posibilidades de relación cultural y comercial entre San Sebastián y Bayona en lo que ha de ser una privilegiada región transfronteriza en el marco europeo; en mejorar nuestro tejido productivo para reducir el paro y hacer posible una sociedad sin excluidos, o diseñar un ámbito cultural vasco atractivo y plural, insertado en el horizonte de la cultura universal en línea con lo que significa el museo Guggenheim... ¡Hay tantas cosas en las que ocuparse!

A estas alturas del curso, no sólo por razones políticas y morales, sino por la misma complejidad del tejido económico o institucional en el que vivimos, parece obvio que las grandes decisiones sobre si hemos de ser independientes, dependientes o mediopensionistas, no pueden quedar en manos de una vanguardia de iluminados, sino que serán, en todo caso, resultado de un proceso de confirmación de la conciencia colectiva, que se inclinará por unas u otras alternativas según su leal sentir y entender, pero no por voluntad de unos u otros comandantes. Si un día, en unas elecciones, una mayoría significativa del electorado vasco se decidiera a apoyar a un partido, o bloque de partidos, que proclamara como objetivo la independencia, es evidente que la autodeterminación no es que fuera un derecho, sería un hecho, de la misma manera que unas elecciones municipales trajeron en 1936 la II República, por la simple constatación de que el clamor contra la Monarquía hacía a ésta inviable.

Si eso ha de suceder o no, el tiempo lo dirá. Personalmente, la independencia política del País Vasco no me interesa lo más mínimo, pero lo que a mí me parece importante es resaltar que, en cualquier caso, se trata de una cuestión demasiado seria como para dejarla en manos militares o militarras.

Si algo hemos debido aprender en este fin de siglo y de milenio es que el mejor patrimonio de nuestra común tradición política, como europeos, son esos mandamientos que definen nuestra civilización y -civilización viene de civil- de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Me atrevería a decir, utilizando la vieja fórmula eclesiástica: «¡Fuera de la Declaración no hay salvación!». Lo que hayamos de ser, o hacer, en el futuro, para que valga la pena, tendrá que hacerse, a partir de esos valores de civilización. Por eso, el terrorismo hace un flaco favor a la tesis independentista, que dice propugnar, al identificar -sutil e inconscientemente- al independentismo con los odiosos métodos terroristas.

El astro de ETA ha dejado de brillar y la macilenta luz que todavía nos llega en forma de crímenes es la que estaba de camino cuando la estrella se apagó. Falta ahora hacer un sitio en la sociedad civil a los que se desmilitaricen y digan agur a ETA antes de que el odio por los crímenes de la organización no haga incluso esto imposible.