LA ELECCIÓN DEL LEHENDAKARI

 

Artículo de EMILIO GUEVARA SALETA en "El Correo" del 19-11-01

El 13 de mayo, el lehendakari Ibarretxe obtenía una suficiente y, para muchos de los propios afiliados del PNV, sorprendente victoria. Los resultados parecían calculados al milímetro para, de un lado, librarle de la dependencia de los votos de EH y, de otra parte, colocarle ante su partido en una posición de fuerza e influencia que ningún otro lehendakari, salvo quizás Agirre, ha disfrutado. Y lo curioso de su victoria es que se produjo sin que en ese momento se pudiera conocer con precisión qué era lo que Ibarretxe quería y adónde pensaba conducirnos. Todos sus discursos eran a modo de homilía, repetida como los mantras, insistiendo en cuatro principios básicos, por sí mismos inobjetables, que en toda sociedad democrática normal se dan por supuestos: la construcción social, la no violencia y la defensa de los derechos humanos, el diálogo político sin exclusiones y sin condiciones políticas, y el respeto a las decisiones de la sociedad vasca. Este programa era posible y tuvo éxito precisamente porque, después de 22 años de gobierno y de liderazgo nacionalista en Euskadi, no hay ni construcción social, ni libertad, ni respeto a los derechos humanos, ni diálogo político que merezca tal nombre, ni respeto a la voluntad de los ciudadanos, al menos para una mitad de éstos. A los electores no les importó que no apareciera en el programa cómo pensaba el lehendakari lograr tan nobles y necesarios objetivos. Pero la melodía sonaba bien, y muchos pensamos y pronosticamos que a partir del 13 de mayo la letra sería otra, y que se abría una nueva etapa, aprendida la amarga lección de los errores de la anterior legislatura, marcada por el pacto del PNV con ETA y por la Declaración de Lizarra. Pues bien, han pasado ya seis meses y todo parece seguir igual. Siguen los discursos enfáticos, los debates retóricos, la firma de manifiestos que reiteran lo obvio. Pero, ¿qué pretende realmente Ibarretxe? ¿A dónde quiere llegar? Su legítima victoria electoral, su condición de lehendakari de todos y su innegable influjo en el seno del nacionalismo democrático, le obligan a definirse, a elegir y a explicarnos su elección y su decisión.

Los que la noche del 12 de mayo estaban recogiendo papeles y la noche del 13 liberaban su miedo gritando «diga 33» no pueden ignorar que el nacionalismo vasco está fracasando, y que ninguna victoria electoral puede tapar esta realidad. El nacionalismo no se ha extendido, sino que se ha radicalizado, y está padeciendo la metástasis del cáncer terrorista. Tenemos cada vez más ciudadanos amenazados y, al mismo tiempo, más personas que practican la violencia, la extorsión y el puro matonismo. Cada vez hay más lugares en los que la mafia terrorista está sustituyendo al Estado y a los poderes legítimos. Al paso que llevamos, en las próximas elecciones municipales hasta el PNV tendrá problemas para poder formar listas y trabajar en determinados pueblos. Nuestro sistema educativo ni siquiera consigue ir reduciendo el número de descerebrados o fanáticos que, vestidos y calzados con artículos de marca, destrozan lo que pillan y hacen huelga contra el Estatuto porque, según ellos, ha traído la miseria a Euskal Herria. Pero con todo, nuestro mayor error y nuestro fracaso no es que esto esté pasando, ante nuestra incapacidad para evitarlo. Nuestro error es que hemos coadyuvado y estamos coadyuvando a que suceda y no nos damos o no nos queremos dar cuenta de esto. En una situación de normal y pacífica convivencia, siempre sería una grave equivocación renegar del Estatuto sin disponer de una alternativa viable y real. En una situación de terrorismo y de falta de libertad es una temeridad, y representa dar una razón y una justificación a los culpables de aquélla. La estrategia soberanista del PNV y la consiguiente deslegitimación del Estatuto de Gernika está alimentando la radicalidad y el terror, participa en la demolición de la confianza sin la que son imposibles el diálogo y los consensos, y en definitiva colabora en la destrucción de un espacio político común para la convivencia de la inmensa mayoría de los vascos.

Suena duro, pero así son y están las cosas. Hasta ahora, al PNV le ha venido muy bien la ambigüedad, la coexistencia de dos ‘almas’, la independentista y la autonomista. Pero el péndulo debe detenerse ya, si de verdad somos patriotas y queremos a esto que llamamos Euskal Herria. No hay país que resista la permanente provisionalidad de su sistema político. No hay solución para ningún conflicto si una de las partes se reserva siempre el derecho a seguir reivindicando lo que constituye la esencia del propio conflicto. No hay solución sin concesiones mutuas y definitivas.

El lehendakari y el PNV tienen que elegir, y esta elección se plantea básicamente sólo entre dos posibilidades, porque no hay otras diferentes o intermedias. Hay que optar por la independencia, con la consiguiente creación de un Estado vasco, o por un Estatuto de autonomía, cuyos contenidos podrán ir variando en cada momento, según convenga y se acuerde. Elegir la independencia, aun negociando los plazos y el ritmo del proceso, es elegir algo que no necesitamos y que no nos conviene. No necesitamos en este siglo XXI un Estado propio para defender y promover nuestra identidad lingüística y cultural, o nuestro sistema educativo, o nuestra seguridad ciudadana, o nuestro medio ambiente, o nuestra sanidad. En el plano del bienestar social y del desarrollo económico, nada o muy poco nos puede dar hoy un Estado propio que no podamos conseguir en el marco estatutario. Mantener, aun como utopía, la opción independentista, es tanto como elegir la perpetuación del conflicto y de la fractura social, al menos hasta que una parte no elimine, o amedrente, o expulse a la otra. Apostar por un Estado vasco, conociendo que esta aspiración es minoritaria globalmente y muy débil en algún territorio, es apostar por un modelo de conquista y no por un modelo de integración. Es una apuesta ciega, desde el momento en que no se sabe cómo se podría llegar a la creación y al reconocimiento internacional de ese hipotético Estado. Es una apuesta insoportable, porque insoportable y excesivo sería el precio a pagar en términos de libertad, de convivencia, de paz. Es una apuesta vieja y trasnochada, porque hoy ya no comporta ninguna de las ventajas que podía tener hace 100 años. Y es una apuesta injusta porque no hay una necesidad objetiva, suficiente y proporcionada que la justifique. Esto lo sabe el PNV y lo sabe el lehendakari, y por eso es también una apuesta vergonzante, que no se acaba de expresar con claridad, que se enmascara con la cáscara vacía de la autodeterminación y la apelación a lo que decida un pueblo al que no se le acaba de convocar y al que no se le explica lo que en concreto debe acordar o aprobar.

Por el contrario, apostar inequívocamente por el Estatuto de Gernika, como sistema estable de autonomía, supone renunciar a la utopía, pero nos permite construir una nación y una sociedad de ciudadanos, y nos da la legitimidad y la fuerza suficientes para reclamar el cumplimiento íntegro de ese Estatuto, y para proponer y consensuar, desde la confianza y la lealtad, fórmulas y mecanismos de profundización del mismo. Más aún, apostar por el Estatuto es tanto como notificar a ETA y al ultranacionalismo que han sido ya definitivamente derrotados, y que más bien antes que después certificaremos su desaparición en nuestro pueblo. Comprendo que a veces es desgarrador elegir, máxime cuando el populismo y el recurso a las grandes palabras producen tan óptimos e inesperados resultados electorales. Pero pienso que un líder democrático ha de utilizar su poder y su fuerza ante los ciudadanos para proponer y defender, aun a riesgo de las críticas de los que nunca ceden y prefieren refugiarse en la cómoda coartada de la pureza de los ideales, soluciones firmes y precisas de transacción de las diferencias preexistentes. Dios quiera que el lehendakari Ibarretxe esté a la altura de las circunstancias y elija bien.