EL DESARME DEL IRA Y LA PAZ EN EL PAÍS VASCO

Artículo de Carlos Martínez Gorriarán, Profesor de Filosofía. Universidad del País Vasco, en "ABC" del 25 de octubre de 2001

El IRA acepta empezar a destruir su arsenal para sacar del atasco al proceso de paz; es, sin duda, una noticia excelente. ¡Qué más querríamos que un anuncio semejante procediera de ETA! Lo único malo de esta buena nueva es la lectura torticera de su significado que harán -ya están haciendo- el nacionalismo vasco y sus aliados de la izquierda divina. Como la gente está más que harta de ETA, que da mucho miedo, siempre existe el peligro de que algunas personas influyentes, de fiar para otros asuntos pero tendentes a la beatería papanatas en este particular, presten oído a la conocida tabarra de proponer una versión vasca del Acuerdo de Stormont. Y eso con el legítimo objetivo de convencer al terrorismo abertzale para que deje de serlo y se dedique a la política vasca donde, no obstante, iba a costarles hacer sombra a Arzalluz en materia de proferir brutalidades y aberraciones, o a Oliveri en beneficiarse de altísimos cargos.

Lo primero que van a decir los entusiastas de Stormont es que los constitucionalistas (y los Gobiernos español y francés, etc.) debemos aprender del proceso del Ulster, extrayendo las consecuencias pertinentes. Es lo primero y lo último en lo que estoy de acuerdo con ellos. Aprender es un empeño para toda la vida, pero muy distinto de engañar a los demás y a uno mismo. Y asimilar a ETA con el IRA y al Ulster con el País Vasco es un engaño completo. Aparte del terrorismo y del gusto abertzale por todo lo gaélico (no correspondido), todo lo demás son divergencias. Decir que el problema vasco y el norirlandés son semejantes, y que por tanto requieren modelos de negociación semejantes, es un engaño interesado o una tontería. Algo semejante a combatir el hambre en África enviando vídeos de Arguiñano.

Veamos las diferencias recientes, ahorrándonos las históricas, que casi convierten a Irlanda en antístrofa o contraimagen del País Vasco.

La primera, que en el País Vasco no hay una guerra civil larvada entre dos comunidades con sus respectivos grupos terroristas. Los 3.500 asesinatos habidos en el Ulster se reparten entre ambos bandos; los más de 800 de ETA nunca han tenido reciprocidad (Batallón Vasco-español o GAL fueron grupos mercenarios, suprimidos por la democracia española y sin nada que ver con los unionistas protestantes).

En segundo lugar, la respuesta de la administración británica al terrorismo del Ulster consistió en suspender sus poco competentes instituciones propias, que han sido, precisamente, las restauradas por Stormont: parlamento y gobierno provincial, que deberá incluir a republicanos y unionistas en una típica fórmula consociativa, bajo estrecha tutela de Londres (que se reserva suspender el sistema de gobierno, como ha hecho cuando lo creía conveniente). El autogobierno previsto es mucho más limitado en competencias que el Estatuto de Guernica o el Amejoramiento del Fuero navarro. Se reformará la policía, en manos de los protestantes, para que sea aceptable para los católicos. Los terroristas encarcelados podrán acogerse a medidas de reinserción, previa renuncia expresa a las armas. Respecto al reconocimiento de la posibilidad de que algún día el Ulster se una a la República de Irlanda dejando el Reino Unido, es sólo eso, la admisión de una posibilidad que no entusiasma en Dublín. Nada que ver con la autodeterminación unilateral mediante un referéndum a la quebequesa.

La tercera diferencia es política. Aquí, a diferencia de allí, gobiernan unos nacionalistas que no renuncian a la independencia, sin sufrir represalias por ello. Todo lo contrario: controlan una policía integral, dos cadenas de televisión y varias radios y publicaciones, cuatro redes educativas, empresas públicas y semipúblicas, y disfrutan de una peculiar autonomía fiscal, al servicio de la causa, que no gusta nada en Bruselas. Además, ellos no padecen atentados ni restricciones intolerables de su libertad personal.

Pero la gran diferencia radica en el principal agente de nuestra tragedia: ETA y su entorno. Mientras que Gerry Adams y Martin McGuinness han demostrado tener sentido común y autoridad sobre el IRA, aquí sucede todo lo contrario. Es ETA quien determina lo que hacen Batasuna y sus anexos. Los escasos disidentes que reclaman el fin de la violencia por razones de utilidad, como el colectivo Aralar, son excomulgados de inmediato. Lejos de intentar convencer a los terroristas de la necesidad de dejarlo, sus cómplices les animan a perseverar como única garantía de perpetuación del conflicto y, con éste, del negocio de la violencia del que viven todos ellos. Los políticos del Sinn Fein han convencido al IRA para que acepte romper el tabú del desarme (aunque sea simbólico), y los de Batasuna, como ese concejal de Azkoitia, se dedican a preparar coches bomba para asesinar a un colega desarmado: es otra leve diferencia.

Añadamos un detalle esencial. Ni el IRA ni su brazo político sufren la competencia en la reivindicación nacionalista de un partido de gobierno como el PNV, que deplora los métodos del terrorismo pero comparte los fines, que hace poco para acabar con la violencia que sufren los no nacionalistas y mucho para explotarla en su propio beneficio, convirtiendo la reivindicación de la paz en una exigencia insaciable de satisfacción. Sin IRA ni Adams pero con Otegi y ETA, más Arzalluz, Ibarretxe y compañía, es obvio que la experiencia norirlandesa apenas tiene posibilidades de imitación provechosa para resolver la ecuación vasca.

Por lo demás, no exageremos la importancia del proceso público de paz. Notemos el efecto del giro de la situación mundial tras el 11-S. Tras la masiva movilización antiterrorista de la opinión pública de Estados Unidos, donde viven unos treinta millones de descendientes de irlandeses, el IRA -algunos de cuyos militantes han sido pillados in fraganti entrenando a guerrilleros colombianos- habrá entendido el riesgo de caer del lado equivocado de la línea, ese en el que ETA sigue anclada. El desarme del IRA ha sido la consecuencia de la presión permanente de los partidos y gobiernos de Londres, Dublín y Washington. Una típica política de garrote y zanahoria.

El IRA parece haber elegido, al menos, la respetabilidad histórica de quien reconoce la derrota y se retira a tiempo. El juego de inversiones en campo vasco permanece, porque aquí la ulsterización no traería la paz, sino auténtica guerra civil. Puede que, entonces, un eusko-Stormont la cerrara con la devolución a las diputaciones forales de sus viejas y venerables competencias. Y con el reconocimiento de que, si algún día una mayoría cualificada de nacionalistas vascos reclamara pacíficamente unir a las tres provincias en una comunidad política, se estudiaría las posibilidades de la petición. Todo a la irlandesa.

El proceso de paz en el Ulster tiene todavía muchas trampas que salvar: los grupos unionistas o las escisiones del IRA contrarias al desarme, y el terrible odio sectario. Hay que desearle lo mejor. Sin duda tiene mucho que enseñarnos, y mucho más que aprenderemos estos días.