LOS DILEMAS DE KOSOVO

Artículo de CARLOS MARTÍNEZ GORRIARÁN en "El Correo" del 14-4-99

Los sucesos de Kosovo plantean muchos más dilemas que elecciones sencillas. Lo oímos o leemos todos los días: los serbios parecen muy malos, pero no vayamos a demonizarles porque tal vez los albaneses no sean ningunos angelitos, y vete a saber por qué los americanos bombardean ahora y no antes, y sí a los serbios pero no a los turcos, que vaya si putean a sus kurdos, etcétera. Parece que cualquier iniciativa en Kosovo complicará más un asunto de por sí endemoniado, actualizando aquello de los remedios peores que la enfermedad o de que no se deben cazar las moscas a cañonazos. Seguramente por eso hay tantos partidarios de la inacción, de ver sin intervenir o de actuar sólo con fines humanitarios limitados. La tentación de abstenerse es fuerte, y fácil justificarse con las viejas consideraciones acerca de lo horrible de toda guerra, la función imperialista de la OTAN y lo complicado que es todo en esa locura histórico-geográfica conocida como Península de los Balcanes, tema favorito de los expertos en lo intrincado y desconcertante. Aunque si de verdad creemos en los valores humanitarios esgrimidos contra las guerras, ¿cómo justificamos la inhibición en Kosovo, donde esos valores son pisoteados?

No estará de más recordar que los partidarios de la llamada no-intervención en nuestra Guerra Civil también esgrimían lo complicado de la situación, la relatividad de las razones de cada bando y el costo en vidas y dinero de una guerra inmoral en sí misma. Argumentos que, como es sabido, sólo beneficiaron primero a Franco y enseguida a Hitler, Mussolini y sus imitadores menores, crecidos ante lo que interpretaban como cobardía democrático-liberal. Como también es sabido que, en estos casos, los argumentos morales de corte pacifista suelen sacarse a pasear para defender la inacción, justificar la pasividad y defender el propio pesimismo.

Lo cierto es que en el siglo XX, prolífico en genocidios, hay pocos tan previstos como el que ahora devasta Kosovo. Cuando se deshizo la Yugoslavia socialista federal, los analistas avisaron que la desmembración en curso, fundada como estaba en programas nacionalistas para crear Estados nacionales puros -la Gran Serbia de Milosevic o la Gran Croacia de Tudjman- arrastraba de modo inevitable a la guerra civil. El colapso del partido comunista de Tito reveló sin ambages la fragilidad del Estado yugoslavo. Carente de una verdadera sociedad civil yugoslava, pues la gran mayoría de los habitantes del país se identificaban como serbios, croatas, eslovenos o cualquiera de las otras comunidades tradicionales, y sin fuerzas políticas influyentes críticas con el nacionalismo rampante, la arquitectura trabajosa y represivamente levantada por Tito, tan admirada en su tiempo por la izquierda federalista, se vino abajo por falta de cimientos sociales, estructura política y cohesión cultural.

El resultado del proceso está a la vista, aunque no su final, pues el de Kosovo puede no ser el último capítulo de la catástrofe iniciada por Milosevic en 1989, cuando, conculcando la Constitución yugoslava, privó a Kosovo de su autonomía, alarmando a los demás yugoslavos, temerosos del agresivo irredentismo serbio. Recordemos las razones esgrimidas por Belgrado para consumar su felonía: según el mito nacionalista serbio, Kosovo sería su patria sagrada, pero este supuesto derecho histórico peligraba ante el auge demográfico de la comunidad albanesa. La solución nacionalista fue provocar el éxodo de los albaneses kosovares, declarados extranjeros indeseables en su tierra.

La tragedia actual es, en buena medida, el resultado de sustituir al antiguo partido comunista y su ideología antidemocrática por el también antidemocrático nacionalismo serbio. Los vascos en particular podemos aprender mucho de Kosovo. Por ejemplo, que el reconocimiento del derecho a la autodeterminación, recogido en la Constitución de Tito, no ha favorecido la solución pacífica de los conflictos, sino que, por el contrario, los ha exacerbado al impulsar la creación de Estados nacionales étnicamente puros. Y el medio para lograrlo era la limpieza étnica que aflige a los albano-kosovares, que hasta hace bien poco no querían sino recuperar su autonomía anterior dentro de Serbia.

Mucho de lo que está pasando en Serbia es el efecto nefasto y doble de la retórica nacionalista sobre una población que, careciendo de medios para contrastar el diluvio de propaganda oficial acudiendo a fuentes independientes -la Policía cerró hace poco la última radio independiente de Belgrado-, ha sido privada de la mayoría de edad política y moral. Porque el diluvio nacionalista actúa a la vez como anestésico y como excitante. Impide ver y notar la realidad del propio país -sumergido en una crisis gravísima-, e inflama el odio contra todo lo extranjero y ajeno. La mayoría de los serbios ha creído a Milosevic cuando aseguraba que no había guerra en Bosnia, sino meras acciones antiterroristas, que los albaneses eran bandidos prolíficos y desarraigados, o que la democracia plena tenía que esperar a que la cultura, independencia y unidad nacional serbia estuvieran aseguradas.

Los serbios, indignados por los bombardeos de la OTAN y apiñados en torno a Milosevic, intoxicados por la mitología y la desinformación, son incapaces de compadecerse de sus vecinos bosnios y albanokosovares, arrancados de sus casas y asesinados o arrojados al exilio. No sólo ignoran el sufrimiento que infligen a los otros, sino que se consideran las únicas víctimas sobre la tierra (¡qué familiar nos suena esto!). Y, como desgraciada pero lógica consecuencia, se labran su ruina al convertirse en una amenaza real que provoca a los mayores poderes del mundo. En este caso, a la OTAN.

Pero si parece comprensible que los serbios corrientes divaguen ajenos a la realidad, no lo parece tanto que en nuestros países hagan lo mismo personas mejor informadas, en muchos casos empeñadas en impartir arrogantes lecciones de humanitarismo y moralidad, exigiendo a la vez, y siempre a los demás, una cosa y su contraria. Algunos deploran las bombas de la OTAN con argumentos tan peregrinos como que todavía no hay pruebas definitivas del genocidio; de hacerles caso, habría que esperar a disponer de suficientes fotos de cadáveres y pruebas irrefutables de masacres masivas. ¿Y entonces?

Dejando de lado la historia-ficción del «qué hubiera pasado si...», la intervención militar en Kosovo es tan fácilmente criticable como ineludible. La contraposición de moral y de intervención político-militar, tan habitual entre los pacifistas y otros que no lo son tanto, es en este caso tan socorrida como oscurantista. Quitando a Le Pen, nadie ha dicho que prefiera la limpieza étnica a los bombardeos. Por consiguiente, habría que declarar qué precio se está dispuesto a pagar por impedir el genocidio en Kosovo -y en el futuro en cualquier otro lugar- y cuáles son las alternativas prácticas al curso actual de las cosas. En Kosovo no hay petroleo, ni grandes intereses económicos: lo cierto es que estamos metidos en esta guerra porque así lo exigen los principios invocados para exigir la paz: los derechos humanos elementales, y una seguridad razonable en un mundo compartido que no puede entregarse a la voracidad nacionalista o fundamentalista y a las mafias. Lo cierto es que el mundo está cambiando, que a pesar de los Fukuyama de turno la historia no se ha parado, sino que por el contrario los cambios van más rápidos que nuestra capacidad para comprenderlos. Convendría que pensáramos en los muchos dilemas que ya plantea Kosovo y en sus posibles soluciones, en lugar de buscar refugio en lamentos por lo que pudo hacerse en 1990 y entonces no se supo o quiso hacer.