LA NUEVA IZQUIERDA

Artículo de CARLOS FUENTES en "El País" del 4-2-00

Agradezco a Walter Veltroni, secretario del DS (Partido de los Demócratas de Izquierda), su muy cordial invitación para asistir al primer congreso de dicha formación política, que acaba de concluir en Turín con la asistencia de Massimo d'Alema, presidente del Consejo de Ministros de Italia.

La convocatoria del DS no puede ser más oportuna. Han concluido, con el siglo y el milenio, dos teorías reductivistas de la economía y la sociedad. El llamado "socialismo real", que no era ni socialismo ni real, sino la fachada totalitaria y dogmática de una economía sin libertad ni eficacia, murió al caer el muro de Berlín en 1989. En su lugar, otro dogma, el de la libertad irrestricta del mercado, fue puesto en práctica por los Gobiernos de Ronald Reagan en EE UU y Margaret Thatcher en la Gran Bretaña. Supuestamente abandonadas a la mano divina del mercado, las fuerzas económicas, concentradas en la cúspide, poco a poco (trickle down) irían goteando sus beneficios hacia las mayorías. Tampoco sucedió así. La concentración en la cima se quedó en la cima y, como oportunamente -como siempre- lo indicó John Kenneth Galbraith, la ausencia del Estado se convertía en brutal presencia del Estado apenas se trataba de aumentar los gastos militares o salvar a bancos defraudadores o quebrados. Al cabo, el neoconservadurismo aumentó las distancias entre ricos y pobres, desprotegió a éstos, concentró la riqueza y consagró la filosofía neodarwinista expresada por Reagan: el que es pobre es porque es holgazán.

La gobernanza de los movimientos de centroizquierda en la mayoría de los países europeos representa, ciertamente, una reacción contra ambos dogmatismos. Pero trátese de los gobiernos de Tony Blair en Inglaterra, Lionel Jospin en Francia, Gerhard Schroeder en Alemania, Massimo d'Alema en Italia, el socialismo escandinavo o el modelo "polder" (bienestar y empleo) holandés, todos viven una realidad inescapable que es la de la globalización económica y todos -a diferencia de la derecha thatcherista y reaganista- deploran, no el hecho de la globalización, sino el hecho de una globalización sin ley, abandonada a su capricho especulativo y superior a toda normatividad nacional o internacional.

Si algo une a la nueva izquierda europea es su decisión de sujetar la globalización a la ley y a la política. El Congreso de Turín dejó constancia de que el "darwinismo global" sólo genera inestabilidad, crisis financieras y desigualdades crecientes. Y que la misión de la nueva izquierda es controlar la globalización y regular democráticamente los conflictos que de ella se derivan. Ello no significa que la izquierda tema a la globalización. Al contrario, ve en los procesos de mundialización un nuevo territorio histórico en el cual actuar.

La globalización le permite a la izquierda llamar la atención sobre la distancia creciente entre espacio económico y control político. Existe, en otras palabras, una economía veloz y una adaptación política lenta. En estas circunstancias, el control democrático se vuelve difícil, pero ello mismo obliga a la izquierda a combatir las distorsiones del mercado en la distribución de recursos, a equilibrar el mercado con medidas de solidaridad social, defensa del medio ambiente, creación de bienes públicos y prioridad a la política como instrumento de decisión racional.

La globalización da enorme influencia a los agentes no-políticos y despoja de poder a los poderes electos a favor de los no-electos. El peligro no es ya el "ogro filantrópico", el Estado devorador criticado por Octavio Paz, sino el "ogro desatado", el Mercado sacralizado cuando, en palabras de Milos Forman, "salimos del zoológico y entramos a la selva". Que el mercado y la política se apoyen mutuamente. Tal es el desideratum de la nueva izquierda. "Vivimos en una economía de mercado, pero no es una sociedad de mercado". Esta consigna de Jospin es central a la filosofía de la nueva izquierda. Pero precisamente porque han surgido nuevas desigualdades al lado de las antiguas, la izquierda reafirma el valor de la igualdad y, lejos de temerle a la globalización, ve en ella un nuevo territorio histórico en el cual actuar. Norberto Bobbio no ha dejado de insistir en la centralidad del tema igualitario para definir las políticas de izquierda. El Congreso de Turín lo entiende como valor igual y oportunidades iguales para cada individuo. La globalización, lejos de arrumbar el concepto de la igualdad, lo debe revalorizar en un horizonte ampliado, sin dogmas deterministas, pero con políticas tan concretas como puedan serlo, en primerísimo lugar, la oportunidad educativa en todas sus dimensiones modernas: educación básica, superior y, desde ahora, vitalicia.

Quienes se oponen a la innovación, conducen a los obreros al fracaso. La nueva izquierda no puede ser un neo-luddismo sino una política de oportunidades crecientes para el trabajo mediante arreglos contractuales que tomen en cuenta no sólo la flexibilidad de las empresas, sino la de los trabajadores. Han muerto el fordismo capitalista y el estajavonismo soviético. Más que políticas de pleno empleo, la izquierda debe definirse a favor del empleo satisfactorio que puede conducir a un creciente empleo con más trabajos temporales, de duración limitada y movilidad mayor, lo cual, para regresar a la base misma del proyecto, implica contar con sistemas de educación y entrenamiento continuos. El Gobierno francés es el que más rápida y eficazmente se dio cuenta de que la economía moderna multiplica el destino del trabajo e implica mejor salario con menos horas en más ocupaciones.

Más crecimiento con más igualdad. Ello requiere medidas tan concretas como la modernización de la infraestructura regulatoria de la economía, reformas fiscales, reformas de los mercados financieros, del sector bancario y de las empresas. Ello requiere una constante negociación social para combatir la inflación aumentando los ingresos reales de los trabajadores. La DS hace notar que entre 1996 y 1998, la izquierda italiana ha logrado un aumento del ingreso real del trabajo del 3% sin inflación, en tanto que los precedentes gobiernos tecnocráticos permitieron un gran deterioro del salario.

La izquierda puede atestiguar que la globalización no es ni un monstruo ni un valor entre sí. No se trata de sujetarla a un juicio de valor, sino de someterla a poderes políticos responsables y elegidos. Hace falta, como insiste Massimo d'Alema, crear una dimensión política supranacional para gobernar a la globalización. Gobernada, la globalidad es una oportunidad para todos. Sin gobierno, redunda en anarquía y desigualdad para todos. Hoy, globalidad e irresponsabilidad fraternizan en exceso. La izquierda deberá insistir en la necesidad de un ordenamiento político internacional que "regule la expansión y la haga conciliable con los valores de la democracia, de la libertad individual y colectiva, así como con la justa distribución de la riqueza" (d'Alema).

El futuro de la izquierda, ha dicho el primer ministro italiano, es idéntico a su capacidad de proponer y transformarse. No hay izquierda que no sepa proyectar el futuro sin sacrificar valores permanentes de igualdad (no igualitarismo o nivelación) junto con valores de libertad para escoger, junto con valores que nos liberen de la necesidad. El capitalismo propone las razones de la economía. Pero la democracia propone los valores del consenso político. En el compromiso entre ambos, la izquierda es el espacio político en el que los más débiles de la sociedad y del mercado pueden combatir y negociar sus conquistas.

El desafío, por supuesto, es muy grande. Otra parte, más radical, de la izquierda italiana argumenta que el capitalismo global ha dejado de buscar consensos y viven en constante contradicción con su propio estado de derecho y sus propias declaraciones de derechos humanos. No hay derechos del hombre. Hay derechos del mercado.

Esta crítica radical no excluye, al cabo, las metas de primacía política y gobernanza de la globalidad que propone la izquierda reformista. Pensar lo contrario es darle todas las ventajas al statu quo y animar, incluso, el desaliento ante lo supuestamente inevitable. El Congreso de Turín ofrece, en cambio, múltiples pautas para seguir distinguiendo, como nos lo pide Bobbio, a derecha de izquierda, otorgándole a ésta el proyecto de más crecimiento con más igualdad.

No paso por alto, sin embargo, la saludable actitud de mi amiga Rossana Rosanda: es preferible tener más dudas que razonables certezas. Ello, quizá, también es parte de una nueva izquierda que abandona los terribles lastres de los dogmatismos que han conducido, una y otra vez, a su fragmentación, ayuno propositivo y, al cabo, derrotas. Duele admitir que el caso de la izquierda mexicana es particularmente ilustrativo en este respecto.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.