¿A DÓNDE?

Artículo de Antonio Elorza, catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense, en "El Correo" del 13-10-98

En la primera poesía de uno de sus libros, Gabriel Aresti se interrogaba a sí mismo: «Gure lur honetan, nora, nora?». «En esta tierra nuestra, ¿adónde, adónde?». En principio, cuando parece acabar la larga pesadilla del terrorismo, la carga de angustia que recaía sobre la pregunta debía desaparecer. La sociedad vasca iría recuperando una convivencia normal, dentro de la democracia, y las distintas opiniones políticas, desde el estricto españolismo a la partidaria de la independencia, tendrían ocasión de manifestarse libremente y de comprobar sus respaldos electorales, sin el temor a un tiro en la nuca y liberados del peso de la intimidación, en tanto que los presos etarras regresaban a sus casas. Los empresarios podrían invertir sin tener que sufrir la extorsión del impuesto revolucionario o los secuestros, y en el plano cultural la generalización del conocimiento del euskara sería el inicio de que la construcción nacional vasca emprendida en la transición democrática iba llegando a buen puerto. Incluso con esa normalización de la vida política se haría posible un creciente acercamiento a Navarra y el establecimiento de lazos culturales estrechos con un Departamento Vasco en Iparralde, una vez superadas las reservas del Gobierno de París, dando vida a un entramado de relaciones que sacaría al zazpiak bat del imaginario de la violencia para irlo convirtiendo en realidad.

Es un sueño perfectamente factible, que podrían suscribir muchos vascos nacionalistas o sencillamente demócratas, y que quizás hubiera sido el escenario más plausible de haber cesado la violencia de ETA hace cinco o seis años. Por desgracia, no lo es en la actualidad. La perspectiva de una sociedad vasca sin terrorismo constituye sin duda un motivo de satisfacción general, pero no deja de ser preocupante comprobar que con la tregua de ETA se ha acentuado incluso la orientación política que cobró forma en el PNV durante los tres últimos años: una confrontación cada vez más marcada con el marco jurídico en que precisamente desenvuelve su acción de gobierno. La cantinela de ETA sobre el contencioso vasco es asumida por el PNV (y por EA) y de este modo se hace realidad una variante de la transformación que definiera Clausewitz. Si la guerra era la continuación de la política por otros medios, aquí la política nacionalista expresa los contenidos (míticos, convendría añadir) que hicieron surgir la guerra. Por esta circunstancia, no basta que Arzalluz indique la renuncia de su partido al uso de la violencia para seguir sus nuevos -y viejos, sabinianos- fines. La violencia etarra quizás habrá acabado, pero la sociedad y la política vasca van a entrar, por obra y gracia de esa elección, en una nueva era de crispación e inseguridad.

Así las cosas, resulta preciso decir que la responsabilidad tiene un nombre, Xabier Arzalluz, y unas siglas, PNV. No ha existido una reflexión política, ni un congreso, donde se haya explicado la transformación de un partido estatutista en otro que tiene por objetivo principal la desestabilización del Estado de las autonomías. Todo ha sido a golpe de sermón, con el adobo de exabruptos de raigambre carlista -nadie como Arzalluz odia a Espartero y a la tradición constitucional española- y afirmación de evidencias en cuanto a derechos históricos tomadas de Sabino Arana Goiri. Demasiado tosco, pero también, a fuerza de repetir siempre las mismas simplezas con tono violento, demasiado eficaz para su clientela.

Al hablar de historia, nadie entra a ver en qué consistieron realmente los Fueros, ni recuerda que la unión de las provincias a la Corona de Castilla está a punto de cumplir la fruslería de ocho siglos. Al hablar de que el pueblo vasco no cabe en esta Constitución, olvida por supuesto que Él, aún con mayúscula, no es el pueblo vasco, y que si en 1978 quisieron rechazar la Constitución, les hubiera bastado con votar en contra, lo que sí legitimaría sus afirmaciones actuales. Votaron por lo demás el Estatuto, inserto en el orden constitucional, de acuerdo con el cual gobiernan y al que ahora también, sin argumento alguno, declaran tan caduco como la Constitución de la que procede. En una palabra, ningún estado de opinión en la sociedad vasca coloca estas cuestiones en el orden del día, pero Arzalluz y el PNV sí, y de forma airada, con un tono de ultimátum. Meciar consiguió romper Checoslovaquia cuando la mayoría de los eslovacos no lo deseaba. Arzalluz va por el mismo camino. ¿Para qué?

En lugar de una reconstrucción de la sociedad vasca por fin pacificada, tendremos por tanto un fascinante debate sobre la necesidad de abrir el melón constitucional -fina metáfora de Anasagasti- y ponerse en la parrilla de salida para la independencia de no se sabe qué. Porque ni el PNV ni los demás firmantes de la Declaración de Barcelona han explicado cómo puede funcionar una confederación tetracéfala, con derecho de autodeterminación incorporado. Nada preciso existe en el mundo de hoy y el antecedente más próximo, como la Federación yugoslava regulada por la Constitución de 1974 y por las reformas económicas de 1965, no es precisamente un ejemplo estimulante. Cuando va tejiéndose la unidad europea, en la Península iremos a una fragmentación en diversos luxemburgos y valonias, dejando de lado cosas tan irrelevantes como el papel positivo del Estado de las autonomías en los procesos de construcción nacional de Cataluña y de Euskal Herria.

En vez de jugar con lo posible en el marco de la realidad vigente, vayamos a edificar el país de acuerdo con un imaginario conflictivo, donde muy posiblemente regresen los traumas del pasado. Una vez suprimida la Constitución de 1978, que ya ha durado demasiado, en palabras de Ardanza, demos el salto hacia lo desconocido, que es lo más lógico y lo que tendrá mejor acogida en la Europa de hoy, feliz ante un futuro de contenciosos planteados por todas y cada una de sus minorías. «Euskal Herria diagu zai», como planteaba Monzón en su Batasuna, ahora recuperado en el fondo por Arzalluz.

El supuesto pragmatismo desemboca de este modo en lo que es irreal, pero no inalcanzable, ya que a corto plazo la llegada de la paz puede ser presentada falazmente como un logro del joan mendira peneuvista, e incluso respecto a ETA operará ante algunos electores el síndrome de Estocolmo: ¡qué buena es ETA que deja de matar y qué perversos los que no entienden sin más sus exigencias! En este sentido, por lo menos en estas primeras elecciones, resulta posible la asociación, fraudulenta pero efectiva, entre paz y autodeterminación o cuando menos rechazo del orden constitucional y estatutario. PNV y EA hacen lo posible por llevar las aguas a este cauce. La victoria póstuma de ETA podría ser entonces total. Y volvería a tener sentido la pregunta: ¿adónde?, ¿adónde?