DEMOCRACIA Y GUERRA

 

Artículo de JUAN LUIS CEBRIÁN en "El País" del 23-5-99

Reconozco que me encuentro abrumado por los descubrimientos que algunos comentaristas ponen últimamente de relieve en los periódicos y las radios. A saber: que las guerras matan y que en ellas muere gente inocente. A partir de tan novedosas iluminaciones, no son pocos los que reclaman con urgencia el fin de los bombardeos aliados sobre Serbia y Kosovo, sin condición previa alguna, para dar paso a una solución política o diplomática del conflicto. Algunos de estos predicadores me recuerdan a la imagen del cartujo evocada por Don Quijote cuando señalaba "que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra, pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden... y como las cosas de la guerra no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando, aquellos que la profesan tienen mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezcan a los que poco pueden".

En efecto, es fácil, y sale gratis, condenar la inutilidad de los bombardeos, criticar los errores en las operaciones y, como consecuencia, solicitar el inmediato alto el fuego, pase lo que pase después. Pero ésta es una de esas circunstancias en las que nuestras emociones difícilmente casan con nuestros análisis, por lo que nos vemos obligados a una dolorosa elección, bien que la hagamos todos como los cartujos, tranquilamente arrellanados en el sofá de nuestro cuarto de estar, cenando ante el televisor mientras contemplamos horrorizados, entre cucharada y cucharada, el exterminio étnico de los albano-kosovares, la extensión de las plagas en los campos de refugiados, el dolor de los heridos en los bombardeos, la destrucción y el fuego de los ataques de la OTAN, todo ello envilecido por la manipulación política y por nuestra propia facundia de improvisados monjes, dedicados a darnos golpes de pecho ante el altar del televisor.

Al fin y al cabo, podemos pensar, tampoco los soldados de hoy son esos aguerridos y quijotescos caballeros que padecían por "lo más trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso" de las guerras, sino que se asemejan a los burócratas de cualquier especie. Un piloto de combate de nuestros días es lo más parecido a un oficinista, y he de decir que esta metáfora se la debo en parte a Santiago Carrillo. Se levanta el aviador de buena hora, da un beso a su mujer y lleva los niños al colegio, antes de presentarse en la base. Luego agarra el avión, se da una vuelta por Serbia, lanza unos cuantos misiles, destruye un par de puentes o un pabellón de cualquier embajada amiga, y vuelve a casa para la hora de cenar. De modo que la guerra no es lo que era, salvo en lo que atañe a las víctimas. Ha perdido prestigio, y algunos creen que eficacia. Razones añadidas, piensan muchos, para que ésta se acabe cuanto antes.

Cuanto antes es preciso acabarla, desde luego, pero no como sea. La acumulación de errores de los aviadores aliados, la obstinación de Milosevic, el horror de la sangre vertida, y nuestra voluntad de que no se nos atragante el postre por culpa del telediario no pueden llevarnos a conclusiones precipitadas que sólo sirvan para amparar nuestra buena conciencia de ciudadanos amantes de la paz. El fin de toda guerra es precisamente la paz, pero una paz duradera, estable y justa, antes que nada para los que padecen en su propia carne el conflicto. No vaya a ser que por lograr la paz en los corazones atormentados de los ciudadanos occidentales contribuyamos a la masacre definitiva de pueblos enteros que se juegan, simple y llanamente, su supervivencia física.

Éstas que siguen son algunas reflexiones que, desde la duda y el divorcio moral que a cualquier ciudadano corriente le produce una situación de violencia, me parece oportuno hacer. No son todas las que se me ocurren ni, me temo, servirán gran cosa para despejar el encono de los ánimos. Creo, no obstante, que contribuir a un debate tan delicado como el que la situación demanda es, ya, una obligación cívica, por confusos que nos podamos hallar en muchos aspectos.

1.- La nueva guerra de los Balcanes no ha sido desencadenada por los países aliados, sino por Milosevic. No comenzó hace dos meses, sino hace ocho años, con el programa de limpieza étnica y de creación de la Gran Serbia que el autócrata lanzó, ante la pasividad culpable de las democracias occidentales. La intervención aliada en Kosovo se ha producido después de soportar la amarga experiencia de Bosnia-Herzegovina y de inútiles intentos negociadores, gestiones diplomáticas y pactos imposibles. También se ha llevado a cabo tras las demandas, a veces angustiosas, de líderes intelectuales de la comunidad internacional que se espantaban de la parálisis de Occidente ante las matanzas, violaciones, abusos y vejaciones de todo tipo ejercidas por los nuevos señores de la guerra de los Balcanes: Milosevic, Karadzic, Cosic, Arkan y tantos otros.

2.- Los bombardeos aliados no han podido sorprender a nadie. Durante meses, la OTAN advirtió a Milosevic de que pasaría a la acción si no aceptaba las condiciones mínimas impuestas en Rambouillet, tendentes a garantizar una cierta estabilidad en la zona. No hubo entonces protestas de Rusia, ni de otras potencias, ni los cartujos de turno entonaron sus preces, como también se echaron en falta las manifestaciones, los duelos y los ruegos por el genocidio constante y sistemático de los musulmanes kosovares a manos de las milicias y la policía serbia.

3.- Desde un punto de vista democrático, la neutralidad o la equidistancia no son admisibles en la confrontación, aunque uno pueda rechazar los métodos empleados. No es necesario dividir el mundo entre buenos y malos, ni es eso a lo que me refiero, para aceptar que la intervención aliada se ha hecho en nombre de casi una veintena de países democráticos, defensores de los derechos humanos y de las libertades individuales, con la sola excepción del régimen turco. Este detalle es frecuentemente olvidado por quienes reivindican el protagonismo de las Naciones Unidas y se lamentan por la ilegalidad de la intervención.

El papel de la ONU debe ser potenciado, pero es imposible desconocer sus recientes fracasos como mediadora en los conflictos, la farsa que encierra la vigencia del derecho de veto en el Consejo de Seguridad, la asimetría interna y externa de los regímenes y gobiernos allí representados, y la predominancia en su seno de los comportamientos burocráticos. Las propias carencias puestas de relieve por ACNUR, a la hora de manejar el problema de los refugiados kosovares, permiten dudar de la eficacia de la Organización de las Naciones Unidas para solucionar situaciones como la actual, independientemente de lo deseable de su contribución. El que instituciones todavía menos representativas de la comunidad internacional que la propia OTAN, y no creadas para circunstancias de este género, como es el G-8, hayan sido elegidas como marco de negociación y entendimiento con Rusia es otro hecho expresivo de la necesidad de una reforma en profundidad de la ONU.

4.- La suposición de que la intervención aliada se ha llevado a cabo por motivos no exclusivamente humanitarios -tal y como éstos son comúnmente entendidos- es más que plausible, pero eso no la deslegitima necesariamente. Europa continúa digiriendo con dificultad los resultados de la caída del muro de Berlín y la reunificación alemana. La incapacidad de nuestros gobiernos para establecer una autoridad internacional que garantice la estabilidad en el continente y aporte seguridad y tranquilidad a los países del centro y del sur del mismo, recientemente incorporados a la democracia, es lamentable. Pero nuestras quejas no bastan para poner orden. ¿Cómo garantizar a las minorías, religiosas, étnicas o lingüísticas, su pervivencia en el marco de una Europa democrática frente a la agresión de los nuevos dictadores? En ocasiones sólo el empleo de la fuerza puede disuadir a los criminales de sus acciones, y castigarlos si se obstinan en ellas.

Pero Europa hace mucho que abdicó de ser ella quien administrara esa fuerza en su propio territorio, descansando su empeño en el músculo americano. No se puede anatematizar a éste por su acción y, al mismo tiempo, no dar un solo paso para sustituirlo. Si los europeos somos incapaces de poner orden en Europa, alguien tendrá que hacerlo.

5.- Esta guerra debe acabar cuanto antes y es plausible que no sea con una victoria total de la OTAN, como el propio presidente Clinton declina ya intentar. Pero si la OTAN sale seriamente dañada, en su prestigio, en su operatividad y en su eficacia, frente a las opiniones públicas de los países integrantes de la Alianza, el modelo democrático se verá perjudicado. Son muchos los pueblos que se miran en el espejo de las naciones europeas, como un ejemplo de prosperidad económica, libertades individuales, gobierno de mayorías y respeto a las minorías. Millones de ciudadanos, en Europa y fuera de ella, aspiran a seguir el camino de esos países que, pese a tantas guerras, conflictos y divisiones como han padecido, mantienen la bandera de la tolerancia cívica, el diálogo, el mestizaje y el derecho a la diferencia, en un régimen de igualdad ante la ley.

De la solución que se dé a este conflicto, de cuáles sean las condiciones de la paz, depende no sólo el destino inmediato de millones de kosovares y serbios sino, en gran parte, el futuro de la democracia en el mundo.

Estos son, a mi juicio, algunos puntos, quizá no muy novedosos, quizá en exceso polémicos, sobre los que no me parece innecesaria la insistencia mientras los bombardeos se prolongan. El conflicto de Kosovo posee muchos más perfiles, entre ellos el nada desdeñable del análisis del papel de los nacionalismos en las confrontaciones armadas entre los pueblos. La prudente advertencia, hecha por tantos líderes españoles, de que "aquellos nacionalismos nada tienen que ver con los nuestros" me parece bien desde el punto de vista de lo políticamente correcto, aunque las raíces del nacionalismo sean siempre las mismas: exclusión, discriminación, sometimiento a la tribu. Por lo demás, sea cual sea el desarrollo y conclusión de las operaciones bélicas, ya es seguro que los Balcanes van a albergar durante años una fuerza de ocupación internacional muy superior a la que hasta ahora han recibido. No puede decirse que esto sea un éxito de nadie, aunque puede augurarse que tranquilizará a no pocos millones de centroeuropeos no directamente envueltos en la confrontación.

Hay quien piensa que es exagerada la comparación, por lo demás frecuente, entre Hitler y Milosevic, y que es imposible imaginar que el dictador yugoslavo amenace, como los nazis hicieron, las democracias europeas. Sin embargo, cuando menos podemos concluir que el suyo no es el mejor ejemplo para las democracias nacientes en los países antes gobernados por regímenes comunistas. Por eso, desde la inevitable duda, en medio de la lucha entre razón y sentimientos que la apelación a la fuerza supone para las actuales generaciones de europeos, merece la pena recordar lo escrito por Bertrand Russell en 1941: "Llegó un momento que resultó evidente que Alemania destruiría la independencia de las democracias una por una si éstas no se combinaban en la defensa armada. Desde ese momento, la única esperanza para la democracia era la guerra".

Palabras duras de leer para quienes abominamos de la violencia porque nos recuerdan que, desgraciadamente y hasta hoy mismo, forma parte de la condición humana.