¿DÓNDE ESTAMOS?


Artículo de JOSEBA ARREGI en "El Correo" del 23 de noviembre de 2001

Dónde estamos?Aunque también podría titular este artículo ‘¿Quiénes somos?’, no en balde enseña alguna sociología que adquirir identidad es lo mismo que aprender cuál es mi sitio, mi rol y mi función en la sociedad. Si no sabemos dónde estamos, tampoco sabemos quiénes somos. Y si no sabemos quiénes somos ni dónde estamos, de poco servirán nuestras reclamaciones de que nos reconozcan, porque esas reclamaciones equivalen a pedir el reconocimiento de lo indefinido. A no ser que lo que realmente estemos pidiendo a gritos es que alguien nos defina, ya que nosotros mismos somos incapaces de hacerlo.

La definición que constituye a una sociedad es el acuerdo básico que permite la convivencia y establece las reglas que la garantizan. Los vascos teníamos uno, el Estatuto, aunque visto desde el momento presente parece que no nos lo tomamos en serio nunca. Y no tenemos ningún otro acuerdo, ni parece que tengamos capacidad de llegar a ninguno distinto.

Parece que lo que nos define a los vascos como sociedad es el vacío, el déficit, el no estar en ninguna parte, el no tener ningún presente válido. Nos define un futuro indefinido, uno que vale por ser futuro, es decir, por no exsitir, y no por su definición posible. Somos un país, una sociedad en suspenso, puestos entre paréntesis, entre un pasado imaginario y un futuro indefinido.

El problema de la sociedad vasca no es sólo, como afirman los empresarios y sin ánimo de contradecirles, el coste de la ‘no España’, sino además el coste del vacío, de la indefinición permanente, del vivir como si no fuéramos, como si no estuviéramos aquí ni en ningún otro sitio, como si no viviéramos ahora ni en ningún otro tiempo.

Euskadi, el país de la ucronía y de la utopía, del no tiempo y del no espacio. Sin tiempo real, sin espacio real, sin acuerdo constitutivo, sin instituciones legitimadas, sin poder legítimo, sin marco jurídico-institucional válido, viviendo la sugestión de gozar de la libertad absoluta de poder ser cualquier cosa en plenitud, a costa de renunciar a ser algo real y explícito en las condiciones limitadas de la historia real.

Pero ya decían los metafísicos medievales que la naturaleza tiene horror al vacío y procura llenarlo como sea. También nuestro vacío se llena. Se llena de palabras que nadie sabe lo que significan, como soberanismo. Hasta tal punto no sabemos lo que significan que algún mandatario institucional vasco ha acusado a los medios de comunicación de haberla inventado, a pesar de que figura en el encabezamiento del Capítulo X del libro ‘Una vía hacia la paz’ de J. M. Ollora (El nuevo nacionalismo de EAJ-PNV. 1. El soberanismo).

Nuestro vacío de todo se llena de la violencia que acompaña a una voluntad de definición absoluta de lo vasco, de Euskadi como Euskal Herria, se llena de la violencia implicada en la incapacidad de vivir la incertidumbre y la relatividad, el compromiso del tiempo y del espacio reales, históricos; se llena de la violencia estructural concomitante a la voluntad de empezar desde cero, de parar la Historia, de dar vuelta atrás, de dar inicio a una nueva historia, a una historia libre de límites y condiciones, es decir, no definida, ucrónica y utópica.

Se llena de aspiraciones, de pretensiones de poder reales, como la de algún sindicato que reclama más soberanismo como un marco de relaciones laborales autónomo para en él poder ejercer el poder mayoritario que cree tener, llegando así no se sabe si a una Euskadi soberana o a una Euskadi sometida al nacionalsindicalismo, fórmula que, algunos por lo menos, recordarán como ensayada en una de las épocas menos brillantes de la historia reciente de Europa.

Y mientras, por un lado, se llena el vacío creado por una Euskadi indefinida, porque la ucronía y la utopía les son aborrecibles a la naturaleza y a los humanos, por otro lado se vacía de aquellos elementos a quienes les resultan insoportables tanto el vacío como los vientos huracanados que caen sobre ese vacío: empresas y empresarios, creadores de riqueza, jóvenes con formación sobresaliente, directivos, creadores, población en general...

No sabemos dónde estamos ni quiénes somos, no sabemos si somos Euskadi o Euskal Herria, si ambos son lo mismo o profundamente distintos -da pavor ver con qué ingenuidad juegan algunos con el confusionismo en estos términos, olvidando que el poder en las sociedades se juega también, y en algunos momentos sobre todo, en el terreno de las palabras-; no sabemos si estamos en España o en otra parte; no sabemos si estamos en Europa o no; ni siquiera parece que sabemos si pertenecemos al mundo occidental, a la cultura occidental o no.

No sabemos si somos Estado o no. Un consejero del Gobierno vasco dice, por ejemplo, que los jueces -también los que ejercen en Euskadi- son del Estado. Yo más bien creo que son Estado, uno de los poderes que constituyen lo que llamamos Estado de Derecho, de la misma forma que el lehendakari de Euskadi es el representante ordinario del Estado en este territorio, el lehendakari que ha nombrado a dicho consejero, con lo cual él también es Estado.

Las enfermedades no tratadas empeoran. Los problemas no resueltos se pudren. Las situaciones graves dejadas a su propio curso se agravan. Las indefiniciones no se resuelven por sí mismas, sino que conducen a la inexistencia. Una Euskadi colocada en una estación de tren esperando que pase el verdadero vagón de la Historia, aquél que lleve una inscripción que diga ‘Tren de la identidad perfecta, Tren de la independencia total, Tren de la soberanía autoposesiva’, se arriesga a quedarse para siempre en la estación sin poder meterse en ningún tren, quieta, viendo cómo pasa la historia real con vagones sólo para viajeros de segunda, esperando que llegue el vagón para viajeros de primera que nunca va a llegar porque no existen, porque esos vagones no circulan por los carriles del tiempo y del espacio reales.

Y mientras esperamos sentados y perdidos en la estación del tiempo, nos vamos quedando sin espacio, aunque no tengamos ningún minuto que perder, y sí tengamos, todavía, un espacio social, político, económico, cultural, frágil pero real, para defender y desarrollar, sin esperar a Godot, que nunca va a llegar.