OPERACIÓN DE ALTO RIESGO

Artículo de Rafael Aguirre, profesor de Teología de la Universidad de Deusto, en "El Correo" del 10-10-98

La tregua de ETA resultó una crónica anunciada, pero lo sorprendente han sido los términos en que fue planteada. Asistimos, en realidad, a una operación concertada de los nacionalistas, de la que forma parte la Declaración de Estella, la tregua mencionada y, en menor medida, las declaraciones de Barcelona y de Bilbao de los partidos nacionalistas catalanes, vascos y gallegos. El desistimiento de los terroristas iba acompañado del lanzamiento formal de la tercera vía, y todo ello con una escenificación solemne y una simbología cuidada (tradición y modernidad, Estella y Guggenheim, referencias internacionales, bien forzadas por cierto, con Irlanda y Francia...).

En política se ventilan relaciones de poder y siempre me ha impresionado el endurecimiento personal que produce en quienes la practican profesionalmente. La dinámica del poder sigue una lógica que no es precisamente la del debate intelectual y que no se lleva fácil con las consideraciones morales. En Euskadi asistimos a una tensa dialéctica de poder para ver quién se encuentra mejor situado, política e ideológicamente, tras el fin de ETA. Porque lo que estaba claro era que la situación de ETA era insostenible por desfasada en el tiempo y en el espacio, acorralada policial y judicialmente, y rechazada clamorosamente por la ciudadanía. ETA y el PNV se han ayudado recíprocamente y ello en una perspectiva electoral inminente cuyos oscuros presagios para el nacionalismo se trata de invertir. Sin duda que acabar con la violencia sería un gran servicio social, y la ciudadanía ha experimentado una sensación de alivio y esperanza, basada fundamentalmente en la fuerza del deseo y en el uso de la racionalidad, y sin prestar mucha atención al currículo de los terroristas. La esperanza es que la tregua sea irreversible, pese a la ambigüedad medida de la declaración y de la persecución social con que amenaza a los no abertzales, y que no sabemos en qué tipos de violencia y de presiones se va a traducir.

Afortunadamente, los partidos más importantes parecen de acuerdo teóricamente en que deben separarse el conflicto violento del problema político. En mi opinión, la paz, en términos históricos y políticos, consiste en una situación democrática normalizada en que nadie recurre a la violencia para conseguir objetivos políticos. El franquismo prolongó una victoria militar, pero no estableció la paz; ETA ha hecho imposible la paz en la sociedad democrática vasca. La paz política no implica una situación paradisíaca ni la desaparición de los conflictos. La paz requiere un mínimo de justicia -la base de la democracia- y es la condición para profundizar en ella. Tras el fin definitivo de la violencia de ETA, el proceso de pacificación en la sociedad vasca consiste en acabar con las consecuencias por ella provocadas y en restaurar las heridas producidas.

Aunque se hable de separarlos, el hecho es que el fin, por ahora provisional, del conflicto violento ha ido acompañado de la apertura solemne de una nueva fase del conflicto político. Parece claro que a los violentos se les han ofrecido contrapartidas políticas, al menos la concertación de esfuerzos en un proceso tendente no ya a la reforma de la Constitución, sino a su ruptura, porque no es otra cosa lo que propone la Declaración de Lizarra cuando defiende una modificación radical de las bases jurídicas de nuestra convivencia, al margen de sus mecanismos internos y orillando las posibilidades de intervención de las instituciones no estrictamente vascas. Por otra parte, si el proceso no se desarrolla en estos términos parece que la espada de Damocles puede volver a caer, es decir, puede retornar la violencia en sus expresiones más duras, que se aparca precisamente porque se considera que los partidos nacionalistas reconocen su error y abdican de la línea constitucional y estatutista. Porque, aun aceptado que la declaración de ETA rinda un notable tributo a la retórica, me parecería insensato no tomarse en serio sus razonamientos de fondo. Entre la tregua de ETA y la Declaración de Estella hay una coincidencia temporal y una relación causal. La declaración era un colchón para aparcar las armas que los terroristas necesitaban, pero la tregua era un magnífico aval para la declaración. Como sucede con frecuencia, aquí hay sobreentendidos que todo el mundo percibe, pero que no se reconocen en público para no perder la dignidad.

Según una estadística reciente, dos terceras partes de los vascos no se atreven a manifestar en público sus opiniones políticas: ésta es la auténtica falta de libertad en nuestra sociedad y está producida por el chantaje de ETA y por una pseudocultura impositiva y patrimonializadora incubada a su sombra. En la medida en que un nuevo escenario político se consolide (que naturalmente requeriría sustituir a algunos actores veteranos), más libre y sin miedo, descrispado y sereno, sería posible plantear mejor todos los problemas y se crearían las condiciones adecuadas para captar el peso real que determinadas cuestiones tienen entre los ciudadanos. La violencia sobreexcita los símbolos y los manipula, propicia declaraciones quiméricas y grandilocuentes, de la que es un ejemplo palmario la de Estella, e impide descubrir la complejidad de la realidad. La política vasca necesita una cura de realismo y de desdramatización. Después de la tregua se puede plantear todo exactamente igual que antes de la tregua. Lo que hace falta es que desaparezca el chantaje de ETA para que todo se plantee con libertad y en paz.

Tanto hablar de Irlanda me temo que nos podemos estar acercando a la situación de la que ellos están tratando de salir: a la división de dos comunidades enfrentadas. ¿Por qué no le han llevado a Gerry Adams a visitar el Parlamento vasco? Euskadi necesita proyectos integradores y no excluyentes; y no utilizar como instrumento de discriminación símbolos que deberían ser comunes. Hay que estar dispuestos a ampliar con flexibilidad los consensos democráticos básicos de nuestra sociedad -en esto consiste nuestro específico problema político-, pero sería una barbaridad romper con el 40 % de la población para integrar al 12 %, simplemente porque éstos nos amenazan con la violencia o porque su empuje puede favorecer determinados postulados. Contra quienes hablan de la contraposición de dos nacionalismos entre nosotros, pienso que nos encontramos con la dificultad de hacer frente sin dogmas políticos, simplemente desde la aceptación de una moral cívica mínima, a una ideología dogmática, militante, avasalladora y socialmente estructurada.

La derecha francesa decidió que no podía aceptar los votos de Le Pen y los partidos democráticos alemanes estuvieron de acuerdo en no ocupar el poder con el apoyo del PDS. ¿No es una operación de alto riesgo asumir como punto de partida una plataforma común hecha a la medida de fuerzas y movimientos que han legitimado hasta ayer la violencia mortífera, que se vanaglorian de no abdicar de ninguno de sus presupuestos ideológicos y que hacen una utilización burdamente instrumental de la democracia?